Roma es recuerdo y reflejo


El agua que se derrama sobre el suelo y que refleja un hipotético cielo es la mejor metáfora de un espejo en el tiempo; y así abre, en silencio por varios segundos, la película Roma, de Alfonso Cuarón.

La sociedad latinoamericana, que bien podría ser un solo país, y muchos ansiamos que lo fuera, es una sociedad abrazada por las mismas desgracias, las mismas carencias, inequidades y ausencias que han marcado a varias generaciones y que no parecen tener proyecto político que dé con la clave para erradicarlas. Tal vez no exista un mejor ejemplo para entender nuestras inequidades que la servidumbre. Este “oficio”, con todas las batallas sociales, políticas y económicas que ha ganado a lo largo del tiempo, sigue siendo una expresión de lo que los privilegios otorgan a unos gracias a las carencias y necesidades de otros. Aquella transacción que parece inofensiva a ojos de muchos está cargada de elementos contradictorios cuando pretendemos que nuestras sociedades sean más justas y equitativas. Y aunque no se trata de una realidad exclusiva de los países latinoamericanos pues en Europa y Estados Unidos es también una realidad, resulta paradójico que cuando los ciudadanos latinoamericanos en los países del primer mundo parecen estar hechos para las labores de limpieza o de servicio en un hogar, esa misma realidad esté plenamente adoptada en nuestras casas, convirtiéndonos en el estereotipo extranjero de sirvientes servidos por otros sirvientes estereotipados por nosotros.

Alfonso Cuarón, como muchos niños latinoamericanos, creció viendo esa realidad cotidiana que hemos normalizado. Esta realidad de la infancia de Cuarón es ahora el argumento central de una película autobiográfica y pretende ser un registro crítico de una época y una sociedad en el México del 70. Sabiéndolo o no, con esta película que parte de un relato muy íntimo, Cuarón ha logrado construir un relato completamente colectivo en el que todo latinoamericano podría verse reflejado sin importar la orilla social desde la que se encuentre; como si viéramos el cielo reflejado en el agua que lava unas losetas de un patio que puede ser el patio de la infancia de cualquier niño latinoamericano.

Aquella historia íntima de amores y abandonos que cuenta las luchas de la mujer latinoamericana ante una sociedad machista, en la que la ausencia del padre es más la regla que la excepción, muy pronto deja de ser el recuerdo de un niño y su infancia en una tradicional colonia de la Ciudad de México y pasa a ser una denuncia sutil y paciente de una serie de injusticias históricas que nuestra sociedad ha venido acumulando, un registro que muchos llevamos en el subconsciente pues hemos sido testigos de la existencia de mujeres como Cleo, la potente pero silenciosa protagonista de esta película. Cleo, tal vez sin querer, es el crisol en el que se funden las penas y las aspiraciones de toda mujer latinoamericana que durante décadas ha tenido que sufrir sus cargas en silencio. Allí la denuncia de Cuarón impacta por lo sosegada y lo estéticamente sugerente, dándole completa relevancia a la elección del blanco y negro como catalizador narrativo.

Esa intención de reivindicar la presencia de estas mujeres que superan todo tipo de barreras desde el silencio de la resignación y el agradecimiento ya la había visto yo en la literatura colombiana reciente. Historias contadas por hombres contemporáneos con Cuarón, que seguramente crecieron en casas similares pero en algún barrio tradicional bogotano. Vienen a mi mente novelas como Páginas de vuelta de Santiago Gamboa y La mujer en el umbral de Mauricio Bonnett. Ambas retratan mujeres que llegan a Bogotá huyendo de cosas que ojalá pudieran mantener en silencio, ambas han sido víctimas de un país violento y machista, como Cleo en la historia de Cuarón. Pero es Bonnett quien cuenta una historia con similitudes impresionantes con la historia de Cuarón. Elementos como los aviones que aparecen recurrente y simbólicamente en Roma son parte de una escena de juego infantil muy emotiva en la novela de Bonnett. El cine dentro del cine, un guiño muy marcado de Cuarón, cuando Cleo va con los niños a ver Atrapados en el espacio, es también una escena determinante en la novela de Bonnett cuando Rosa Tulia (la Cleo de Bonnett) y el niño (que es Mauricio, así como uno de los niños de Roma es Alfonso Cuarón) van al cine a ver 2001: Odisea en el Espacio, de Kubrick. Pero la mayor conexión la encontramos en esa historia íntima que la mujer protagonista calla pero que como espectadores estamos obligados a conocer o la historia no tendría sentido.

Esas historias mudas son el reflejo constante de lo que somos en este raro y desesperanzador continente suramericano. No cuesta imaginar que muchos tenemos un recuerdo o una anécdota que nos vincula a esas historias anónimas de miles de mujeres que han dedicado sus vidas a solucionar las vidas de otros, cuando las de ellas están todo salvo resueltas; mujeres que crían y cuidan niños ajenos mientras los propios esperan en casa, que limpian y arreglan casas cuando ni siquiera tienen una casa propia. ¿Hasta dónde hemos normalizado esta esclavitud disfrazada, esta servidumbre propia de siglos pasados? No cuesta asegurar que lo hemos convertido en la cosa más normal y que son muchos los ejemplos de mezquindad social a los que acudimos hoy en día con la excusa del derecho al trabajo; pienso en los ciclotaxistas y en los domiciliarios masificados.

Pero qué hay dentro de las vidas de esas mujeres sometidas es la proclama de Cuarón, de Gamboa, de Bonnett. Roma nos invita a ponernos en la piel de quien todo lo sufre y todo lo calla y por primera vez sentimos que la piel arde, tal vez demasiado, y que no podemos soportar tanto dolor. Cleo logra eso en nosotros y ese es solo uno de los muchos logros de Cuarón en su película, que es un homenaje a la mujer que Alfonso lleva en la mente y el corazón y que da la razón de ser a Cleo: Libo, Liboria Rodríguez.

Con esto en mente pienso que todos podemos hablar de nuestras propias Libos, así el recuerdo no sea tan grato como en el caso de Cuarón, o de Bonnett. En mi caso esta mujer no tiene nombre pero su presencia en mi vida, por breve que fuera, me marcó por mucho tiempo. Siendo apenas un bebé en Bogotá mi mamá me dejaba al cuidado de una mujer que hacía las labores domésticas en la casa de mis abuelos maternos. Una tarde mi mamá regresó del trabajo y mi llanto la guio hacia la habitación de esta mujer que estaba en el patio trasero de la casa, allí me encontró acostado en una cama ahogado en llanto porque esta mujer me estaba dando una sopa a la fuerza, mi mamá alcanzó a ver cómo tapaba mi diminuta nariz para que yo abriera la boca y le recibiera una cucharada rebosante de sopa que seguramente me ahogaba más de lo que ya estaba. Mi infancia y parte de mi adolescencia fueron una lucha constante con la comida y fue un tema que apenas a los 14 o 15 años pude empezar a resolver y superar. Hubo muchos alimentos que no me atrevía a comer, recuerdo que el simple hecho de acercármelos a la boca me hacía sentir como si estuviera bajo el agua y como si mi estómago se quisiera regresar a través de mi boca. Mi Libo no es un recuerdo grato, pero ver la historia de Cuarón y recordar la de Bonnett, me permite entender mucho de lo que todos ignoramos. Yo nunca sabré si esta mujer luchaba tratando de alimentarme pensando en que no podía alimentar a sus hijos, si es que los tenía, no puedo saber qué rencores o qué tristezas callaba mi Libo, mi Cleo, qué injusticias padecía y siguió padeciendo el día que mi mamá la echó de la casa humillada por lo que me había hecho. No lo sé y nunca lo sabré, pero gracias al espejo que es Roma puedo hacerme una idea, tal vez temblorosa como el cielo reflejado en el agua, pero es una idea que agradezco tener.


Fotografía: Yalitza Aparicio y Marco Graf en “Roma”.

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