Por primera vez y siempre


Creo que todos los que hemos vivido algo similar debemos recordar exactamente lo mismo. Una entrada y unas breves escaleras que te llevan a ver por primera vez un escenario completamente incomprensible porque siempre lo has visto a través de una pantalla, desde un ángulo fijo; ahora ves, un escalón a la vez, un tazón inmenso con el cielo como cúpula; una franja verde y amplia que se extiende abajo y unas hileras de cemento a tu alrededor, donde ya hay algunas personas sentadas. Eso es lo que muchos debemos recordar de la primera vez que nuestra cabeza emergió por el vomitorio de algún estadio de fútbol; eso es lo que recuerdo que vi la primera vez que puse los pies en el Estadio Nemesio Camacho El Campín.

Pero hay más, siempre hay más. Recuerdo otros detalles de ese día, aunque honestamente puede que se me mezclen los recuerdos con las siguientes veces que fui, pero eso me importa poco pues en el fondo todo hace parte del mismo momento. Fue mi papá quien me llevó, por supuesto, no recuerdo la fecha exacta pero sí el año, era 1999, yo acababa de entrar a bachillerato, me habían cambiado a un colegio más grande y muy distinto del de las afueras de Bogotá en el que había estudiado toda mi primaria. No recuerdo con certeza si fui yo quien le pedía a mi papá que me llevara, es posible que se lo haya pedido como quien no quiere la cosa, que le haya preguntado dónde quedaba el estadio y si eso era muy caro, o algo de ese estilo, un anzuelo que pescara alguna ilusión de mi padre de llevar a su hijo al Campín a ver a su equipo, a ver a Millonarios después de tantas décadas, pues mi papá, aunque siempre ha sido hincha del equipo, no había vuelto a ir al estadio muchos años antes de que yo naciera.

Recuerdo que cogimos un ejecutivo en la avenida Suba con 127, cerca a Bulevar Niza, el bus nos dejó en toda la 30, dirección sur, justo en el puente peatonal de barandas amarillas que atravesaba diagonalmente la amplia avenida, que en ese entonces no tenía Transmilenio. Empezamos a subir la rampa en caracol del puente cuando dimos con un señor que vendía camisetas de Millos, no sé si dije algo verbalmente o con la mirada pero mi papá me compró allí mi primera camiseta, la Saeta de ese año con el número 9 en la espalda, el 9 de Tilger, el goleador de ese año, el que casi nos dio el título y que seguramente sin saber también nos lo arrebató; la camiseta costó 30 mil pesos, lo recuerdo perfectamente, y era unas 4 tallas más grande que yo, como si mi papá supiera que la iba a usar hasta el día de hoy; él, por cierto, tampoco tenía camiseta pero optó por comprar una blanca que le costó 15 mil pesos.

Ya con la indumentaria de rigor puesta creo que a ambos nos creció la confianza y el entusiasmo de entrar al estadio, digo ambos porque estoy seguro de que mi papá estaba disfrutando tanto ese momento como yo; no puede ser de otra manera. Una vez atravesamos el puente y estábamos del costado del estadio, recuerdo la policía montada, en algún lugar lejano uno de ellos le estaba pegando con el bolillo a unos hinchas como si fuera un mongol endemoniado. Creo que sí me asusté pues tengo pocos recuerdos de lo que sigue, tal vez algunos empujones haciendo fila para entrar, no lo sé. Pero el recuerdo que sigue es el que ya les narré, la entrada a las gradas de El Campín por primera vez.

El sector que mi papá escogió para que entráramos y buscáramos dónde sentarnos fue la zona de Oriental Baja Sur. Ese día jugaba Millonarios contra el Junior de Barranquilla, así que lo siguiente que recuerdo es unas cuantas personas con camisetas del Junior ubicadas en esa zona que mi papá ingenuamente escogió para que nos ubicáramos. Pero no pasó nada, nos sentamos y vimos el partido en paz. Recuerdo que Millos ganó, creo que eso es indispensable para sellar el embrujo que el equipo de tu padre puede ejercer sobre ti cuando vas a verlo por primera vez al estadio: que gane, que lo veas ganar y que veas cómo otros miles se alegran por lo mismo; ahí no hay vuelta atrás.

Ahora que existe internet y que es posible encontrar absolutamente todo, leo que ese año Millonarios jugó contra el Junior el 13 de junio, el resultado fue 1-0, y fue el penúltimo partido del torneo apertura de la Copa Mustang de ese año, el último como locales, pero no el último en Bogotá pues la siguiente fecha fue contra Santa Fe, clásico que ganó Millonarios 0-1. Quienes recuerden ese año sabrán la importancia de ese partido entre Millonarios y Junior al que fui, pues fue el primero en una seguidilla de ensueño que nos llevaron a un récord de 29 partidos invictos (17 empates, 12 victorias), marca que aún permanece vigente en el fútbol colombiano. Cinco fechas antes de ese partido Millonarios cayó de local contra el Quindío 2-4, luego hubo 4 empates seguidos hasta que vinieron los triunfos contra Junior y Santa Fe. El hecho de cerrar la primera parte del torneo de esa forma fue el impulso para seguir el torneo finalización de manera impecable hasta llegar a los cuadrangulares finales imponiéndose como líderes de la tabla. Fue en ese cuadrangular cuando, de visita contra Once Caldas, el goleador Tilger optó por celebrar su gol apretándole los testículos al arquero Henao, ese hecho y unos gestos obscenos hacia las gradas le costaron una sanción que lo sacaron de la posibilidad de jugar más partidos ese año; con ese golpe Millonarios se enfrentó al Medellín que nos eliminó con un 2-1 en el Atanasio. Ese fue el primer y único día que lloré de rabia y tristeza por fútbol en toda mi vida. Las otras veces han sido por la alegría de los títulos del 2012 y esa soberbia final del 2017.

Ver el domingo pasado a Millonarios, por televisión pues ya no voy al estadio tanto como quisiera, derrotando al Junior con dos tremendos remates de larga distancia, jugando buen fútbol, dando espectáculo, respetando a la hinchada y demostrando jerarquía, me llevó a recordar esos primeros momentos que me unieron a las filas de hinchas de este club.

Vale la pena ilusionarse, así sea para conservar el recuerdo.

Fotografía: TURKEY. Istanbul. Club Galatasaray.
Gueorgui Pinkhassov

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