Lo que nos supera


Estoy en el último piso del Museo van Gogh, son las ocho treinta de la noche pero aún hay luz afuera pues estamos a mitad de mayo. El museo cerrará sus puertas en apenas media hora y me afana no alcanzar a ver con calma las últimas pinturas de la colección, algunas de ellas las más famosas del artista holandés. Llevo casi cinco horas recorriendo cada sala y cada piso de este museo como si fuera capaz de memorizarlo —qué iluso—, el hecho de que no estén permitidas las fotos de ningún tipo aumenta esa ingenua necesidad. Me duelen las piernas de tanto estar de pie y aún llevo encima el cansancio acumulado de dos días de viaje desde Bogotá hasta Ámsterdam con una escala de un día entero en Toronto. Pero aquí estoy.

Llegué a Ámsterdam cerca de las diez de la mañana de ese viernes 17 de mayo, viajé a esta ciudad con el único interés de hacer lo que me ha dado por llamar un “tour de museos”, incluso fue la justificación de viaje que di a la agente de migración que chequeó mi pasaporte en el aeropuerto, una vez le mostré los tiquetes electrónicos de entrada a los museos que guardaba en mi celular por fin me dio la bienvenida, seguro descartando en su mente que yo fuera uno más de esos colombianos. Luego, apenas tuve tiempo de instalarme en el hostal, tomar un baño y salir directamente a Museumplein, la zona de los museos de Ámsterdam, para cumplir con mi primera parada del tour.

Aquí estoy, en el último piso del museo a media hora de su cierre, dando unos cuantos pasos hacia una pintura que le dará todo el sentido a este viaje. Es un cuadro grande, de fondo azul marino y unas ramas de árbol que atraviesan el lienzo en diagonal; observo la guía digital del museo que cuelga de mi cuello y confirmo que se trata de “Almond Blossom” (“Almendro en flor”), y reproduzco el audio. Allí, con los pies adoloridos, escucho la historia detrás de esta pintura a simple vista tan sencilla: van Gogh pintó este cuadro como regalo para su hermano Theo y su cuñada Jo (Johanna Bonger) por el nacimiento de su primer hijo, a quien llamarán igual que su tío en su honor: Vincent Willem van Gogh. Escucho la historia mientras veo los gruesos trazos de las ramas y los sutiles manchones de blanco, rosa y rojo que sugieren cada flor. Entonces pienso en el valor de lo que tengo ante mis ojos, una pintura que asume la perspectiva de alguien que mira hacia arriba, como lo haría un niño, alguien que se maravilla ante la belleza de las cosas que lo superan pues parecen inalcanzables, como las ramas de ese almendro. Pienso en todas las veces que el pequeño sobrino, el futuro ingeniero Vincent, debió ver ese cuadro luego de la muerte de su tío, de su padre y de su madre, pienso en cómo este solo cuadro, este regalo, fue la motivación para crear la Fundación Vincent van Gogh y abrir este museo en 1973.

Sin darme cuenta, me conmuevo, pienso en mi hijo de apenas año y medio que me espera en Bogotá, pienso en todas las cosas que le esperan en la vida y que lo superan y que parecen inalcanzables, como ese almendro en flor. Allí también se acaba mi angustia por el tiempo, recorro el resto de la colección con una profunda calma, con la certeza de haber visto todo lo que necesitaba ver.

Fotografía: Van Gogh Museum, Ámsterdam, 2019.
Javier Morales

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