Semillas que dan la vuelta al sol


Ojalá cambiar este país fuera tan fácil como dar una vuelta entera alrededor del sol. Sucede sin que nos demos cuenta, incluso cuando el mundo se detiene o aminora su marcha por una pandemia, el mundo gira con nosotros de pie como inevitables pasajeros que no comprendemos ni vemos ni dimensionamos el fenómeno excepcional que transitamos 365 días a la vez. Pero cambiar un país, un país como Colombia, eso requiere otra cosa.

El Paro Nacional que surgió el 21 de noviembre de 2019, sin embargo, es un hito de la movilización social que nos acercó algunos pasos a la posibilidad de transformar este país atornillado en unas dinámicas autodestructivas, miopes y egoístas que nos han sumido en un profundo síndrome de Estocolmo en la relación entre la ciudadanía y el poder político. Hemos sido un país secuestrado por las élites del poder, las demagogias y los populismos del caudillo salvador. Pero con el movimiento social del Paro del 2019 se empezaron a tejer hilos de comunicación que estaban desconectados y que avivan cierta esperanza.

El hastío, el hartazgo, el físico asco por la manera en que es conducido este país por un nuevo gobierno uribista en la cabeza postiza y transitoria de Iván Duque, como buen peón, obligaron a la ciudadanía a organizarse y movilizarse. El 21 de noviembre de 2019 la respuesta fue contundente, y lo fue no solo por ese día sino porque la gente supo que era momento de no detenerse. Fue el momento de que las cacerolas se encendieran desde las 6 de la tarde y duraran sonando durante meses, de que a las 12 de la noche se mantuvieran las hogueras vivas en medio de las avenidas, de que las calles se siguieran ocupando día y noche los meses que siguieran. Fue momento de demostrar que se podía marchar, que se podía discutir, que se podía cantar y gritar contra un gobierno, y que en los ojos de los otros miles que nos rodeaban estábamos formando una verdadera comunidad, que es lo que en últimas debe ser un país.

Ese jueves #21N, hace un año ya, nos marcó. No cabe duda. De muchas maneras, en muchos niveles. 

Hace un año, ya de noche, luego de horas y kilómetros de marchar, recibí una llamada que todavía me hace vibrar de rabia e impotencia, que me nubla la mirada con lo que sé que son lágrimas de profundo odio. La llamada era de mi hermana menor, quien en ese entonces vivía en el centro de Bogotá. Estaba en una clínica con su novio, una pandilla de policías criminales (vaya oxímoron tan normalizado) acababa de agredirlos brutalmente mientras trataban de llegar a su casa, justo al lado de la Universidad de los Andes. 

Yo estaba con quienes había marchado ese día, un grupo de docentes a quienes conocí ese mismo día y que hoy no dudo un instante en decir que son amistades que atesoro, así no los vuelva a ver nunca, pues esa noche me acompañaron a buscar a mi hermana y me dieron su apoyo y razones para estar tranquilo a pesar de las circunstancias. Con ellas y ellos atravesamos varias calles de Chapinero entre el sonido de las cacerolas, con el miedo clavado en mi garganta pues no sabía qué tan grave había sido la agresión a mi hermana.

Hace un año abracé a mi hermana llorando. Ella temía mover sus piernas y uno de sus brazos, estaban entumecidos por los golpes de bolillo que le dieron, tenía las rodillas ensangrentadas por cómo la arrastraron. Su novio tenía la cabeza ensangrentada por los bolillazos, la mitad de la cara hinchada por los golpes, el torso adolorido por la llanta de la moto que le pasaron por encima. Todo eso les hizo la policía (así con minúscula), la supuesta autoridad de este país que esa noche supo que lo que había sucedido en las calles del país no era normal, que no era menor, y que había que acabarlo de cualquier manera, que había que escarmentar lo suficiente para que estos mamertos hijueputas, estos vándalos desocupados, no se atrevieran a salir a protestar nunca más. Porque en este país no se muerde la mano que te da de comer, aquí se agacha la cabeza y se obedece como buenos patriotas. Eso gritaban las marcas en la piel de mi hermana: no se atrevan, no insistan, no se busquen otro mal.

Pero no pudieron (todo se regresa, señora exministra), ni siquiera con los cientos de balas que dispararon las noches del 9 y 10 de septiembre de este año, ni con toda la sangre que han derramado, ni con las vidas que han arruinado, nada de eso les ha permitido salirse del todo con la suya, con cumplir esa misión distorsionada de un Estado que no acepta la crítica, que usa el poder para callar, para tergiversar, para manipular. Ni este gobierno, ni esos perros guardianes que ha usado para atacar a quienes deberían defender, han podido.

Y, sin embargo, el miedo queda sembrado. Mi hermana no es capaz de salir a una manifestación desde esa noche. Eso es lo que buscan, detener el cambio a garrotazos, silenciar con balas disparadas en medio de la noche a quienes damos esta nueva vuelta alrededor del sol. Pero no la tienen fácil. Ellos creen que el tiempo se mide en los años que llevan las cosas al olvido, pero no saben que el tiempo también crece bajo nuestros pies, en lo profundo de la tierra. No saben que somos semilla.

 

Fotografía: Javier Morales Cifuentes

8 de diciembre de 2019

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