“Cómo no. Con mucho gusto”
Dicen que los buenos modales no
se aprenden, se heredan. O algo así, no estoy seguro. Puede que sea al revés. Capaz
y en realidad se hurtan. En ese caso, imaginen que la primera oración está
entre signos de interrogación.
Todos desayunábamos modales en el colegio y almorzábamos de lo mismo en la casa. Donde
yo crecí el tema de los modales es menudo y cuestión de cada día. No importa el
tiempo que pase, nos seguirán impartiendo modales en algún momento. No en vano
el bogotano se ha ganado esa fama de «excesivamente educado».
Cada cultura
tiene una configuración muy particular de lo que considera educado y lo que no.
El latinoamericano no soportaría que alguien eructe en plena mesa, pero para un
ruso o eslavo es un gesto de agradecimiento y satisfacción; dudo que alguno de
ustedes no se incomode si alguien se sopla descaradamente la nariz en la mesa,
pero para un australiano es algo completamente normal; en algunos países
saludar de beso es un impase, en otros dar sólo uno es una descortesía. Todos tenemos
un esqueleto de modales que cargamos como una cruz y a la vez llevamos como
estandarte que nos representa e identifica ante otras culturas. Todos,
absolutamente todos, cargamos con ello, no importa si somos africanos, árabes, gringos
o chinos, cada quien crece con ese manual a cuestas; pero, de la misma manera
llega un punto en el que todos somos capaces de decidir cuándo nos es útil o
necesario usarlos, aprendemos a utilizarlos a nuestro favor, ya sea para causar
una buena impresión o porque la situación verdaderamente lo amerite. En pocas
palabras, no tardamos mucho en darnos cuenta que el concepto de «buenos
modales» es algo totalmente abstracto, inaplicable, si se pone a la par de
nuestros intereses, y condicionado por el contexto.
Pues, es tal
la manipulación que nosotros hacemos de lo que conocemos como «buenos modales»
que hay situaciones en las que es difícil encontrar alguna muestra de normas de
cortesía. El transporte público es el ejemplo más visual. En cualquier ciudad del
mundo es la prueba máxima del nivel de cortesía y tolerancia de cada quien. Es
un medio cargado de tensiones, contacto físico no deseado, ni mucho menos
consentido por alguno de los sujetos; es un escenario en el que es posible ver
todo tipo de interacciones sociales. Les contaré una muy particular que me
impulsó a escribir esta nota.
En un «carrito
por puesto» ─medio de transporte que ni entiendo ni apruebo en una ciudad del
tamaño y la cantidad de habitantes de Maracaibo– el conductor captó de
inmediato mi atención y la de la persona que me acompañaba. El señor, sin duda,
era colombiano. ¿Cómo lo noté? Sencillo, cuando alguien le decía dónde
necesitaba bajarse, el señor decía «cómo no, con mucho gusto», una marca oral
inconfundible, para mí. El señor era de Villavicencio, los llanos colombianos
(ciudad en la que nacieron todo los hermanos de mi papá mientras que él fue el
único bogotano), llevaba apenas año y medio en Maracaibo, y al escuchar cómo mi
acento ya no era el propio de un «rolo» empezó a comentarme sus impresiones de
cómo la gente se expresa en Maracaibo: «aquí uno dice “con mucho gusto, señor”
y le responden “¿cómo!”. No entienden. Es que aquí no hablan español. Ni porque
vayan a la universidad». El comentario me dejó mucho qué pensar. Dentro de su manera de
ver las cosas, para el señor, hablar español requiere de esas normas de
cortesía que le impartieron; si él las decía y la gente no las entendía, y de
paso ellos no las usaban, ellos no estaban hablando su mismo idioma, y de paso,
a sus ojos, no podían ser gente educada.
Sabemos muy
bien que en Maracaibo los modales no se miden con la misma vara. Aquí las
fórmulas de cortesía son distintas, a veces tan extrañas que por momentos
parecen inexistentes, mas no lo son. Pero, aún así, aquel señor se sentía
obligado a transmitir esos modales a la gente, contestar, tal cual, como si
estuviera en Colombia, como le enseñaron cuando niño, seguramente golpeándole
el dorso de las manos con un palo o una regla cada vez que no lo hacía, sólo
que ahora él lo hacía con una sonrisa en el rostro y, por lo que pude ver, muy
orgulloso de su misión.
Y así
es como un conductor de carrito por puesto, colombiano, decidió imponerse como
tarea enseñar buenos modales a sus pasajeros maracuchos, porque le parecía inaceptable
que no le entendieran cuando les dice «cómo no, con mucho gusto».
Fotografía: Old Car
Fotografía: Old Car
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