Hoy, dónde está Macondo
¿En
dónde estamos parados nosotros los lectores después de acercarnos a grandes
novelas cuyos personajes y escenarios se instalan en nuestro imaginario
literario como si se tratara de otro recuerdo de infancia? Cada nueva lectura nos
revive de una u otra manera aquellos personajes y escenarios —claro, cuando ese
cuento, novela o poema casi se escribe bajo esa lectura que compartimos con el
escritor—. Es maravilloso cuando un olor nos transporta a nuestra infancia, nos
revela dónde estamos, de dónde vinimos, porque ese olor, aunque le pueda
pertenecer a muchos, y muchos lo reconozcan, ese olor es nuestro gracias al
recuerdo, a la memoria. Que nuestras lecturas muevan fibras de nuestra memoria debe
ser una gran señal para un lector. Si hay algo bueno que se le puede desear a
un buen lector es precisamente una experiencia como esta.
Desde
hace un par de semanas me he puesto en la tarea de explorar escritores contemporáneos
de Europa Oriental, esa región convulsa, de eternas notas tristes en un
bandoneón y un violín. Reconozco que desde hace años Europa del Este me
fascina, su historia, sus costumbres, su sepia permanente en cada retrato, el valor
del detalle en un pañuelo, y ni hablar de la belleza de sus mujeres, niñas
eternas entre hombres en guerra.
Di
con la novela El ministerio del dolor
de la novelista croata Dubravka Ugrešić. Su argumento es simple, una profesora
de literatura busca una nueva vida en los Países Bajos pero se encuentra con
que su antiguo país, Yugoslavia, se encuentra en la memoria de los jóvenes bosnios,
montenegrinos, macedonios y croatas que, al igual que ella, huyeron a Holanda.
Las clases de Tanja pasan de una profunda preocupación por los cambios de la
lengua «serbo-croata» y la importancia de los grandes escritores yugoslavos a
una definición de la yugonostalgia,
aquellos recuerdos que conservan todos los exyugos
de su patria desaparecida.
Inmerso
en el relato nostálgico por un país que ya no existe, al final de la primera
parte de la novela hay un pasaje que me partió la cabeza en dos y me instaló,
como muchas otras veces, en la maravilla de lo literario y la inexistencia de
las distancias, sean del tipo que sean.
Reproduzco
el fragmento esperando que genere en ustedes lo mismo que generó en mí:
La
niebla era tan espesa como el algodón de azúcar. Una sensación agradable
reemplazaba la náusea provocada por el episodio de Uroš. Ámsterdam parecía una
ciudad de cuento.
—A
esta ciudad le va bien la niebla, ¿verdad? —susurró Igor.
—¿Y
por qué susurra?
—A lo
mejor por la niebla… —dijo, desconcertado.
Me
quedé mirándolo. Me conmovió su desconcierto. La niebla es emocionante como la
fantasía infantil de la invisibilidad, ahora-me-ves-ahora-no-me-ves, atrayente
y aterradora a la par, como el gorro invisible de los cuentos populares rusos.
—¿Qué
pasa? ¿Por qué me mira así?
—¡Ay,
qué niño es…!
—¡No,
la niña es usted! Apuesto a que no tiene ni idea de dónde se halla…
—Recuérdemelo…
—En
Macondo.
—¡Macondo!
¿Qué pinta aquí?
—¿No
se acuerda de que allí de repente todos padecen insomnio y olvido, y de que
tenían que poner letreros para saber cómo se llamaban las cosas y luego las
instrucciones para saber el uso que había que darle a cada una de ellas? ¿Y de
que Arcadio Buendía inventó la máquina de la memoria…?
Parecía
que todo a nuestro alrededor se había detenido. Las aristas afiladas habían
desaparecido, todo era blando, los sonidos, las voces, la luz, todo ese
acallaba, se ocultaba, cortaba el aliento. Caminábamos por el algodón de azúcar
de la niebla. Todo era irreal.
—No
me acuerdo —dije.
—¿Y quién
los salvó al final?
—No
me acuerdo.
—El
gitano Melquíades, que resucitó de entre los muertos y les llevó agua azucarada
en unos frasquitos.
—¿Coca-Cola?
Un
ser de ojos oscuros, brillantes y un poco rasgados, labios gruesos hinchados
por la humedad y el cuerpo tenso como una cuerda me miraba fijamente desde la
niebla. Me parecía que temblaba…
En mi
cabeza, como si viniera de la oscuridad de un pasado olvidado, relampagueó una
imagen. Me vi a mí misma desabotonar el abrigo de Igor empapado de humedad, hundir
la cabeza en su pecho, ponerme de puntillas, morder su labio superior hasta
hacerlo sangrar, lamer la sangre con mi lengua, deslizarme con la punta de la
lengua por el esmalte liso de sus dientes…
—Buenas
noches… —musité, y corrí a mi portal.
(Páginas 108-110, El ministerio del dolor,
Dubravka Ugrešić. Anagrama)
Apenas
leí este fragmento me sumergí en una profunda macondonostalgia. ¿En dónde está Macondo? O, mejor aún, ¿en dónde
llevamos a Macondo? ¿Acaso era posible para nosotros —colombianos o
latinoamericanos— imaginar que la obra de García Márquez iba a justificar una
historia de amor en Ámsterdam entre dos exyugoslavos? Macondo es un símbolo de
lo inexistente, de lo intangible, y a la vez es un símbolo de la memoria, todo
perdura en ella, como tal vez la antigua Yugoslavia pervive en todos los exyugos de hoy.
Reflexione
ahora si este fragmento, perteneciente a una realidad que nos parece tan
lejana, tan fría, movió sus fibras de lector. Si es así, no cabe duda de que
lleva a Macondo muy adentro.
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