Viaje al país de la desidia III
El regreso,
la posibilidad del futuro
Cruzar la frontera y ver que el mundo hace “click” a
tu alrededor, como si alguien hubiese encendido la luz después de haberte
acostumbrado a la oscuridad, es justamente lo que sentí cuando vimos el anuncio
BIENVENIDO A COLOMBIA, cuando fuimos a las oficinas de migración colombianas y
todo parecía hacerse de manera más sencilla, casi lógica, porque no había
ningún misterio detrás de una puerta (no había puerta siquiera), podías ver
cuatro funcionarios atendiendo en las ventanillas (un sábado después de las 8
p.m.), la fila se movía rápidamente y pronto mi esposa tenía el sello que
confirmaba que había vuelto, que estaba de regreso, que era bienvenida, y yo
pensaba en que pasarían años antes de volver a pisar ese lugar del que
veníamos, donde la espera para el sello de salida en las oficinas de migración
venezolanas había sido de una hora, donde la puerta de las oficinas era un
vidrio quebrado cubierto con papel oscuro que permanecía cerrada para dejar
pasar un grupo de personas solo cada cierto tiempo, ahora le dábamos la espalda
a ese lugar y no teníamos la menor intención de mirar atrás porque allá el
color era el más parecido al de la tristeza.
En la frontera colombo venezolana el movimiento de vehículos
y personas es constante, pero llama particularmente la atención que precisamente
en el lado colombiano, país en el que servicios de seguridad revisan
pertenencias antes de ingresar a centros comerciales, el paso fronterizo está
completamente desprovisto de retenes o de presencia militar y policial que
solicite algún documento o revise equipajes, del lado colombiano hay gente que
trabaja cambiando moneda o vendiendo cualquier cosa. Del lado venezolano
asombra el despliegue de efectivos de la Guardia Nacional que revisan a cada
lado de la vía a peatones, personas en moto, motorizados les dicen, y automóviles
en todo momento. Son cientos de funcionarios que trabajan exhaustivamente en el
control de un asunto que no controla nadie: el contrabando de gasolina. Miles
de galones pasan a Colombia sin importar cuántos controles se establezcan.
La gasolina en Venezuela no cuesta nada. Es más caro
comprar una botella de agua de seiscientos mililitros que llenar el tanque de
cinco carros de alto octanaje. Curiosamente, todavía se tanquea un carro con el
mismo precio que hace diez y hasta veinte años. El precio de la gasolina no
se ha alterado en medio de la crisis y genera ambiciones muy grandes en los
contrabandistas colombianos que abastecen buena parte de los vehículos del
Norte de Santander, la Guajira y Arauca, con gasolina venezolana revendida. Esto
ha sido tomado por el Estado venezolano como un serio problema fronterizo y en
los últimos años ha tomado medidas para controlar el abastecimiento de gasolina
en su territorio colocando dispositivos electrónicos a los carros que se
encargan de registrar la cantidad de litros que tanquean por semana, de manera
que un carro no pueda comprar gasolina de más y verse tentado llevarla a
Colombia para revenderla.
Estas medidas han provocado, de manera paulatina, una
afectación en el servicio de transporte municipal en todos los estados fronterizos
hasta el punto que muchas empresas de buses expresos que ofrecían hasta dos
viajes diarios entre ciudades ubicadas cerca de la frontera (como San Cristóbal
y Maracaibo) ahora no ofrezcan ninguno o lo ofrezcan cada cierto tiempo. La
oferta de transporte se centra en viajes al interior del país, especialmente
hacia Caracas y sus ciudades cercanas.
Algo de esta situación habíamos comprobado en nuestro
viaje de ida pero no parecía algo tan grave, tuvimos la suerte de conseguir
pasajes para esa misma noche y a un precio justo. Sin embargo, pocos días
después en Maracaibo, conseguir pasajes de regreso hacia San Cristóbal nos
enfrentó a la realidad.
Según el itinerario que yo había previsto, por mi
experiencia haciendo esos viajes hacia Cúcuta años atrás, pretendía que
compráramos pasajes en un bus expreso, tal como habíamos hecho en el trayecto
de ida, y viajáramos un viernes en la noche para llegar a San Cristóbal el
sábado en la mañana, cruzar la frontera hacia Cúcuta, pasar la tarde-noche allí
y regresar el domingo a Bogotá en nuestro vuelo ya arreglado. Sin embargo, ya el
jueves mi esposa sentía inquietud sobre las posibilidades de conseguir pasajes
con facilidad, yo estaba convencido de que no habría problema y que, además, de
nada nos servía ir al terminal a buscar pasajes el día anterior porque había
una norma que prohibía la compra de pasajes de un día para otro, todos los
pasajes se debían vender para el mismo día. Pero la incertidumbre de ella pudo
más que mi seguridad respecto al tema y fuimos al terminal para estar más seguros.
Me tomó por sorpresa la baja afluencia de viajeros,
teniendo en cuenta que Venezuela se encontraba en plena temporada de vacaciones
de fin de año escolar. Nos dirigimos hacia la oficina de la misma línea de
expresos en la que habíamos llegado a Maracaibo y la encontramos cerrada (con
funcionarios adentro, luces encendidas, pero cerrada). Las demás oficinas
estaban cerradas también. Era insólito, porque en mi memoria todos los expresos
tenían la mayoría de sus servicios de viaje a partir de las 7 p.m., era esa
hora en ese momento y no había ni siquiera un lugar al que recurrir para buscar
información por lo menos. Entonces vi a una mujer en medio del pasillo que
anunciaba pasajes hacia Maracay. Le pregunté si el día siguiente saldrían buses
para San Cristóbal y me dijo que sí, que debía ir a las siete de la mañana para
comprar los pasajes y que el bus salía entre siete y ocho de la noche. Con esa
información pude tranquilizar a mi esposa y dispusimos todo para ir al terminal
al otro día a primera hora.
Fue ese el día que contratamos al taxista amigo de la
familia para que nos llevara al terminal de transporte a comprar los pasajes.
Ese día supe que los venezolanos prefieren no hablar de cosas tristes y seguir
adelante, como se pueda, cuando se pueda. Ese día comprendí que en Venezuela
hace tiempo se acabaron las opciones y no queda más recurso que adaptarse a lo
que haya.
Igual que la noche anterior, las oficinas de buses
expresos estaban cerradas, pero había una larga fila, colas les dicen (no lo
olviden), en una de ellas. Preguntamos y efectivamente se trataba de personas
que buscaban pasajes hacia los Andes venezolanos, hacia Mérida o San Cristóbal,
y se decía que esa empresa podría ofrecer pasajes. Mi esposa se ubicó en la
fila, yo, con el amigo taxista nos separamos para indagar por otras opciones.
En cada ventanilla abierta me decían ya no viajaban para allá, como si allá
fuera un lugar perdido en el mundo años atrás; incluso, una vez di la vuelta
entera al terminal y regresé a la oficina de la empresa de expresos en la que
habíamos viajado desde San Cristóbal, me dijeron que ya no viajaban para San
Cristóbal. ¿Desde cuándo, acaso?, quise gritarles. Quise decirles que el fin de
semana anterior había viajado en uno de los buses de su empresa haciendo ese
mismo trayecto, pero lo supe todo inútil, supe que las opciones y reclamos ya
no existen en un país que debe pelearse cada día para asegurar lo básico, o que
comete cada día la testarudez de pelear por lujos innecesarios, por vivir como
lo hacían hace veinte, treinta o cuarenta años; inútil.
Regresé resignado a la fila para que mi esposa me
contara que un funcionario acababa de informar que solamente viajarían hacia
Mérida. ¿Tendríamos que ir hasta Mérida para desde allí buscar una manera de abrirnos
paso hacia San Cristóbal y probar nuestra suerte? Era una opción. Otra opción que
pude averiguar era la de unos carros por puesto que salían hacia San Cristóbal
a las tres de la mañana, pero no era una opción muy segura ya que eran pocos
los carros que salían y muchos los pasajeros, de modo que habría que llegar
casi a la media noche al terminal para apartar un puesto de viaje. No quise
temer, no quise desesperarme, pero aún no comprendía muy bien cómo en cuestión
de tan pocos días de nuestra llegada, y de apenas pocas horas de haber
averiguado si salían buses hacia nuestro destino, el panorama hubiese cambiado
tan radicalmente. Todo era absurdo, todo era inútil. Por primera vez sentí que
podíamos quedarnos atrapados entre tanta desidia.
Entonces reapareció nuestro amigo taxista y me dijo
que lo acompañara a toda prisa, que había conseguido una empresa de buses
pequeños que tenían pasajes para el día siguiente en la mañana. Ya había una
pequeña fila pero un hombre nos había reservado un lugar, me ubiqué allí y al
llegar a la ventanilla me confirmaron que sí tenían pasajes y que costaban cuatrocientos
cuarenta bolívares cada uno (casi lo mismo que habíamos pagado por el pasaje en
bus expreso desde San Cristóbal, pero esta era una línea de buses pequeños que
viajaban durante el día y que podían resultar muy incómodos). Los compre sin
mediar palabra. Saldríamos al día siguiente a las nueve de la mañana. Curiosamente,
estos buses sí vendían pasajes de un día para otro.
El alivio de saber que, a pesar de todo, podríamos
llegar a San Cristóbal contrastó un poco con la risa que me produjo la
situación que siguió inmediatamente después a todo ello. Nos subimos al taxi
(una camioneta Chevrolet Grand Vitara. En Venezuela cualquier vehículo puede
usarse como taxi) y el señor nos dijo sin ninguna pena que tendríamos que
ayudarle a empujar para poder salir del estacionamiento: hace varios meses
tenía dañada la reversa del vehículo y por falta de repuestos no había podido
mandarla a arreglar. El carro no tenía reversa, igual que Venezuela.
Empujé yo solo al no ser un tramo tan largo y para
nada inclinado y salimos para seguir nuestro camino y escapar por unas horas
del calor.
Nuestro último día en Maracaibo lo aprovecharía para
ver a un par de amigos excompañeros de carrera en la universidad. Son una
pareja de esposos que habían tenido la extraña idea de escogerme como testigo y
padrino de su boda. Recuerdo que pocas veces me he sentido más honrado por la
cercanía de una amistad como la de ellos en esos tiempos. Ambos son docentes en
colegios privados de la comunidad Opus Dei de Maracaibo, colegios que aún
pueden ofrecer empleos medianamente bien remunerados o, por lo menos,
asegurarles cierta estabilidad a sus docentes.
Nos reunimos en un restaurante de sushi. Sí, sushi.
¿En la Venezuela sin leche, sin harina, sin productos de aseo personal hay
sushi? Sí hay, delicioso y en todas sus variedades. A mí también me tomó por
sorpresa. Y me tomó por sorpresa que el lugar se llenara, que la gente
estuviera allí como si lo que sucediera afuera y en sus casas fueran simples episodios
de la tragedia que dejamos a la mitad cuando nos apartamos por un momento de la
novela que leemos. Así comimos y así conversamos.
Lo más notorio en ellos es que estaban felices,
especialmente porque pronto tendrían a su primera hija y porque sus trabajos
estables les habían permitido avanzar en sus vidas como pareja. A pesar de los
hechos de por sí evidentes que mencionaban, como la dificultad para conseguir
docentes de español, los bajos sueldos, las incertidumbres, el desperdicio de
profesionales en carreras como letras y filosofía que preferían dedicarse a
cualquier otra labor antes que seguir dando clases y dejarse arrasar por las
deudas, no hubo un solo comentario de ellos que no estuviera tocado por la luz
del porvenir, como si algo dentro de ellos marcara otro ritmo distinto al de
todos. Entonces recordé a la clase de venezolano que conocí hace más de tres
años en este elaborado desierto que se llama Maracaibo. En este par de amigos reencontré
la imagen de los venezolanos que encuentran en todo el sinsentido una razón
para subsistir y hacen parte de una gran cantidad de venezolanos que aun
estando en desacuerdo no abandonan el barco, se quedan porque esa tierra tiene
todo el valor imaginable para ellos. Y con esto no quiero decir que no piensen
irse, puede ser y están en su derecho; tampoco quiero culpar ni justificar a
quienes se han ido, esa ha sido su alternativa y en muchos casos hasta su buena
suerte. Pero conversar con ellos en medio de salsas de anguila, wasabi y arroz apelmazado entre algas
(jengibre no nos dieron, quizás ese sí estaba escaso), me permitió conectar con
la idea de lo posible, de que a pesar de tantas dificultades es posible hacer
algo por vivir, sobrevivir y avanzar, que en el fondo hay que seguir, con o sin
desidia, con o sin frivolidad.
Hubo otras cosas que me permitieron ver que el afán de
cada día en la situación de los venezolanos exalta la lucha por preservar
ciertos pequeños placeres. Cosas pequeñas como el café. El café venezolano,
fuerte, siempre negro y amargo, en el que difícilmente se encuentran los
matices aromáticos del colombiano, pero que una vez es casi obligatoriamente
endulzado llena de agrado cualquier paladar en las horas de la tarde, cuando la
oda al amarillo que escribe el sol va deponiendo sus versos uno tras otro con
la letanía de preguntas: ¿qué pasará?, ¿cuándo vendrán mejores tiempos?, ¿qué
será de estas calles, estas antenas, estas nubes y estos colores? La existencia
de un momento de café en cada tarde depara la posibilidad de esas preguntas en
Venezuela, y mientras esas preguntas existan habrá caminos que encontrar y
decisiones por tomar.
Crucé dos veces la frontera
para ir y volver a una especie de espejismo. Aquí queda registrado para los
próximos años, para leer en una próxima visita y, ojalá, descubrir que el paso
del tiempo junto a la promesa de las nuevas generaciones confirmen que todo veneno
produce su propio antídoto.
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Viene de Viaje al país de la desidia II
y en medio de todo eso ni un saludito por fb pa vernos un rato, que bolas javier!!! XD, naaaaah, espero no vuelvas a pasar por esto, y seamos nosotros quienes podamos irte a visitar, cuidate mucho un abrazo
ResponderEliminarAlejo, gracias por leer, ante todo. Ya ves cómo fue todo un viaje "relámpago". Espero que sea como dices y que pronto nos veamos de este lado. ¡Un fuerte abrazo!
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