El derecho a lanzar bombas
La retaliación, el
verdadero sentir de la nefasta lógica de la guerra
“No perdonaremos. No olvidaremos. Los perseguiremos y los haremos pagar”. Eso decía el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, el jueves 26 de agosto. Unas horas antes, al menos 170 personas habían muerto en un doble atentado del grupo extremista ISIS-Khorasan (o ISIS-K) a las afueras del aeropuerto de Kabul en Afganistán. El horrendo hecho se dio en medio de la caótica retirada de las tropas extranjeras y el regreso al poder de los talibanes luego de 20 años de una inútil guerra. Ante el horror, el único mensaje de Biden era la retaliación directa, la cacería, la persecución ciega y desmedida.
Y se cumplió. El 29 de agosto, 72 horas después del atentado
en el aeropuerto de Kabul, un dron lanzó un ataque contra un objetivo en el que
al menos un supuesto miembro de ISIS-K planeaba otro posible atentado. Pero no
fue tal. El hombre señalado de ser el terrorista de ISIS era el ingeniero
eléctrico Zemari Ahmadi, quien trabajaba para una oenegé californiana que
ayudaba a refugiados de la guerra afgana con donación de alimentos. Ahmadi
llegó ese 29 de agosto a su casa, sus hijos y sobrinos se lanzaban sobre él
para saludarlo cuando cayó la bomba. Diez miembros de la familia de Ahmadi
murieron, incluyendo siete menores de edad.
Cuando se informó sobre el ataque nada de esto se supo con
certeza, aunque desde muy temprano se cuestionó el hecho de que hubiera niñas y
niños entre los muertos. El discurso de los militares se centró en que ese
ataque había evitado otro sangriento atentado en Kabul y el general Mark Milley aseguró en una
rueda de prensa que el objetivo era “legítimo”.
Una semana después, el 10 de septiembre, el equipo de investigaciones visuales del New York Times
publicó un
reportaje que sugería que la inteligencia estadounidense
había cometido un grave error y había identificado un sospechoso equivocado:
Ahmadi. La semana siguiente, el
viernes 17 de septiembre, el general Kenneth F. McKenzie reconoció
que el ataque había sido un “trágico error” y ofreció sus condolencias a los
familiares de las víctimas.
En Colombia, entre la noche del 29 y la madrugada del 30 de
agosto del 2019 la Fuerza Aérea colombiana llevó a cabo un bombardeo en la zona
rural de San Vicente del Caguán, Caquetá. El objetivo era un campamento
guerrillero. Al menos 18 personas murieron en el sitio. El presidente Duque informó horas
después que él había autorizado al Comando Conjunto de Operaciones
Especiales (CCOES) hacer la operación que, según él, había sido “estratégica,
meticulosa, impecable, con todo el rigor” donde había muerto “Gildardo Cucho”,
a lo que aplaudieron quienes estaban en la sala. Mes y medio después de esa
operación se
conocería que allí habían muerto al menos 8 menores de edad que habían sido
reclutados forzosamente. ¿Qué se sentirá enterarse de que uno aplaudió con
cierto júbilo la muerte de niñas y niños sin saberlo?
El 2 de marzo del 2021, se bombardeó el campamento de otro
grupo guerrillero, esta vez en la vereda Buenos Aires del municipio Calamar, en
el Guaviare. El Ejército anunció que en la operación habían muerto diez
personas y se había capturado a tres. Sin embargo, el periodista Hollman Morris
publicó que había recogido varios testimonios en el sitio que aseguraban que en
el bombardeo habrían
muerto varios menores de edad, al menos 12 con edades entre los 9 y los 16
años. Medicina Legal solamente confirmó la muerte de una adolescente de 16 años.
En esa ocasión el ministro de Defensa Diego Molano justificó y respaldó la
operación a pesar de producir estas trágicas muertes pues, según él, las y los
menores reclutadxs y muertxs en el bombardeo eran “máquinas
de guerra”.
El 16 de septiembre del 2021: otro
bombardeo contra el ELN. Sucedió en Chocó, en el Litoral Bajo San
Juan. Allí murieron ocho personas, cuatro serían menores de edad, tres de 17
años y uno con apenas 13 años. De nuevo, días después, el 20 de septiembre, el
ministro del Interior, Daniel
Palacios, anunció el supuesto éxito del ataque que calificó como una
operación “quirúrgica y de altísima precisión”.
En Colombia hemos llegado al punto en que ejecutar menores
reclutadxs merece que se le llame “operación de altísima precisión”. Porque,
claro, lo importante es exterminar esxs niñxs antes de que se conviertan en comandantes
guerrilleros, fue la justificación
textual que hizo el ministro de Defensa ante la indignación que
produjo que llamara “máquinas de guerra” a niñxs reclutadxs meses antes.
Y sí, son diferentes los casos de los bombardeos en Colombia
y el de Kabul. Pero los mueven las mismas fibras. Son las fibras que desataron
el millón de grados centígrados en Hiroshima, la necesidad de vengar, de hacer
un despliegue militar que haga ver menos débil a un mandatario, menos fuera de
control. Son las mismas fibras que encendieron el napalm en Vietnam. Porque hay
que “perseguirlos y hacerlos pagar”.
Por eso no sorprende que el bombardeo en la madrugada del 30
de agosto del 2019 en Caquetá sucediera unas horas después de que un grupo de
guerrillerxs anunciaran
el nacimiento de la “Nueva Marquetalia” para dar continuidad a la
guerra declarada por las extintas Farc-Ep contra el Estado colombiano.
Tampoco sorprende que el 23 de febrero, una semana antes del
bombardeo del 2 de marzo del 2021 en Guaviare, circulara en redes sociales un video
del guerrillero Jesús Santrich grabado el 13 de febrero, quien, en
actitud de ‘influencer’, le dice al presidente colombiano: “Memento mori, Duque:
a todo Procusto le llega su Teseo. Es decir que a todo marrano gordo le llega
su diciembre”.
No sorprende que el 30 de agosto del 2021, dos semanas antes
del bombardeo en el sur del Chocó, en un atentado
murieran dos policías en Frontino, Antioquia.
Sea la Ley del Talión o no, es innegable que se trata de los
ciclos de la violencia que se siguen alimentando en nuestro país con la idea ciega,
insensata y visceral de “perseguir y hacer pagar”.
Pero el efecto de la retaliación en la guerra tiene un
carácter en donde el horror de despedazar con una bomba a siete niños inocentes
en la capital afgana se diferencia de los bombardeos indiscriminados y cada vez
más consecutivos del gobierno de Iván Duque: el sentido de responsabilidad ante
el error. Una vez el Pentágono pudo corroborar que lo reportado por el New York
Times era cierto y que habían cometido un gravísimo error, no lo ocultaron, lo
reconocieron.
Eso no mejora en nada las vidas de esa familia afgana que perdió a 10 miembros de su familia en un parpadeo, pero muestra el talante y sentido de la labor de unas fuerzas militares que saben que deben poner cara y ser transparentes ante sus errores. Ahora bien, otra discusión es que se equivocan demasiado. Solo en el 2019 el Pentágono tuvo que realizar al menos 71 pagos de compensación a familias en Irak y Afganistán por errores en operativos. Este 15 de octubre el Ejército estadounidense anunció que pagarían una compensación de un monto desconocido a la familia del ingeniero Ahmadi y que buscaban la manera de evacuar a lxs sobrevivientes para ubicarlxs en Estados Unidos.
En Colombia, en cambio, no hay errores que resarcir. Nadie reconoce una responsabilidad. Estos actos de guerra que son reprochables e inaceptables desde cualquier punto de vista, esta idea de lanzar bombas sin importar que haya niñxs reclutadxs o civiles o miembros de la misión médica presentes, son minimizados por el Gobierno, son tratados con indulgencia y se justifican sin que por un solo instante se detengan a reflexionar que se trata de víctimas, de mentes y cuerpos inocentes mezclados en barro y tierra, en sangre y fuego.
Esta realidad no nos puede seguir pareciendo normal o legítima, así lo sea en la lógica retorcida de la guerra. Debería resultarnos insoportable la simple idea de vivir en un mundo en el que exista algo tan retorcido como el derecho a lanzar bombas.
Imagen: fotograma de Dr. Strangelove,
Stanley Kubrick, 1964
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