El efecto «Sensini»


Nunca he enviado una carta; no un correo electrónico, una carta. De esas que había que guardar en un sobre sellado con el destinatario en su parte frontal y el remitente en la pestaña posterior, de esas que olían a algún tipo de pegante que mareaba, y que podías decorar con esos sellos postales que eran como pinturas sobre lienzos en miniatura alusivos a la ciudad del remitente o del destinatario. Nunca envié una. Ni siquiera en uno de esos simulacros que hicieron en el colegio cuando estaba en primaria, donde una de las tareas de vacaciones de mitad de año (hablo de Bogotá donde el calendario es de febrero a noviembre con un mes de vacaciones entre junio y julio) era enviar a uno de tus compañeros una carta, para aprender cómo debía hacerse y conocer las oficinas postales. Esas vacaciones ─no sé exactamente qué sucedió─ regresé al colegio un par de semanas después de haber terminado las vacaciones, yo había olvidado por completo la tarea de enviar la carta y ya la habían revisado en la primera semana. Total, nunca he enviado una carta.
Debo decir, con seguridad, que nunca podré enviar una ahora que todo lo hacemos por correo electrónico, mensajes por Facebook y mensajes directos por Twitter; y, aunque me reconforta saber que no soy ni seré el único, reconozco que me da cierta nostalgia, sobre todo después de leer el cuento «Sensini» de Roberto Bolaño. El relato es el primero del libro Llamadas telefónicas, publicado en el editorial Anagrama. Habla sobre un joven vendedor ambulante que vive en las afueras de Girona y que, por necesidad económica, decide participar en un concurso literario enviando un cuento. No gana el primer lugar sino el tercero, pero decide contactar al ganador, un escritor argentino, ya veterano, llamado Luis Antonio Sensini, que vive en Madrid. Así empieza la relación entre ambos personajes, un joven y un viejo enviándose cartas, hablando sobre trucos para ganar concursos literarios, literatura argentina y la familia de Sensini (especialmente su hija). El vínculo que se crea entre ambos personajes parece una consecuencia de ese humilde acto de escribir unas páginas, tener el valor de encerrarlas en un sobre para enviarlas y, luego, tener la paciencia para esperar una respuesta.
No lo niego, me hubiese encantado experimentar este tipo de relaciones epistolares donde puedes imaginarte a la persona cuando tienes el primer contacto con la hoja de papel, al partirte la vista intentado descifrar su letra, al acercarte tanto a aquella hoja que crees saber qué perfume usa o qué cocinó el día que la escribió. Una nostalgia heredada del romanticismo, no hay duda. Y sé que es una nostalgia que a muchos embarga, que muchos recurren a la figura de la carta sin darse cuenta. Viéndolo bien, la gente no ha perdido la fascinación por escribir cartas, la necesidad del simple y llano «comunicarse con el otro y hacerle saber qué hay de ti». Por eso el éxito de las redes sociales.
Pero, aún así, me pregunto si es posible tener una experiencia como la del personaje del cuento de Bolaño: enviar un correo electrónico a un escritor y que el día menos esperado te responda y que a partir de eso surja una especie de amistad, o, mejor aún, una complicidad. Incluso me pregunto si aún es posible con cualquier persona, si todavía hay gente escribiéndole a personas del otro lado del mundo, ansiosos por recibir la respuesta y ansiosos por escribirle de nuevo. Si es así, pienso que el mundo necesita más de eso, más confidentes, compañeros epistolares, verdaderos terapeutas. Aunque ya no sea sobre el papel, deberíamos hacer la prueba, escribir cartas unos a otros, sin razones aparentes; tal vez así aumentemos la posibilidad de conocer a un Sensini en algún punto de nuestras vidas.

Imagen: No letters by ~KCT93

Comentarios

  1. Recuerdo esos "viejos tiempos" donde el intercambio de correspondencias suponía una espera infinita que culminaría en penosas incertidumbres y resignaciones. Luego, sin esperarlo, llegaba la carta y con ella una sonrisa colgada en el corazón por esas ansias palpitantes de abrir despacito su contenido y leerlo sin mucho apuro aunque controlando las ansias; alargando aún más el tiempo que ya había transcurrido y que no caducaba la emoción de sentir lo impredecible de su llegada; la constatación de que "ese alguien" no me había olvidado.Y es que todo se iba en barco y, al parecer, regresaba en canoa después de experimentar varios naufragios burocráticos hasta finalmente llegar con la lengua encorbatada a su lugar de destino.
    Recibí desde correspondencias pisoteadas, arrugadas, amarillentas y mojadas hasta chamuscadas quién sabe porqué misteriosas razones que ni la propia ficción podría dar cuenta.
    Hoy en día, el servicio público postal es inoperante y prácticamente inútil(creo que siempre lo fue, pero prefiero el tono nostálgico y afable del asunto) y el intercambio ahora se lleva a cabo vía correo electrónico o a través de las redes sociales. La diferencia está en lo predecible. Hoy por hoy sé que mi mensaje llegará a su lugar de destino y si no hay respuesta, pasará por miles de justificaciones o excusas, pero jamás por la incertidumbre: sí, esa espera, las infatigables ansías, el revisar todos los días el casillero, construir hipótesis, trazar bitácoras.; para finalmente darnos por vencido y de repente ¡Zas! la carta sobre la mesa. Un mágico intercambio cuyos trucos ahora se conocen.

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