La lectura es una pregunta incómoda


«Me gustaría sugerir que todo aquel o aquella que lea […] se tome un tiempo para escoger el libro que más le gustaría memorizar y proteger de cualquier censor o “bombero”. Y no solo escogerlo, sino dar las razones de por qué querría memorizarlo y de cuál es el valor por el que debería recitarse y recordarse en el futuro»
Ray Bradbury, 2009.

¿Será Fahrenheit 451 un libro que valga la pena memorizar, recitar y proteger de un futuro que se atreva a censurarlo? Hace poco más de tres años falleció su autor, Ray Bradbury, y, sin embargo, en el 2013 se cumplieron sesenta años de la publicación de su más afamada novela, lo que la convierte un clásico de nuestra era, un clásico que está allí para recordarnos el peligro al que están sujetos los libros y los valores como la intelectualidad o la simple curiosidad por el conocimiento.

Bradbury, en su lenguaje magistral, nos ha legado una obra que parece pellizcarnos para despertar del letargo de lo que se nos impone día a día. Nos presenta una sociedad que se supone basa todo su desarrollo en la supuesta felicidad individual, pero se trata de una sociedad que se cree feliz porque nunca se ha tomado la molestia de preguntarse si lo es realmente, lo cree ciegamente. Rara vez nos hacemos esta pregunta para ver muy en el fondo de nuestras vidas todo lo que nos hace infelices; eso da pavor.

En la niñez muchos pudimos experimentar por primera vez lo que significaba la infelicidad con la escuela. El solo hecho de arreglárselas por sí solo en un colegio, frente a un montón de desconocidos y frente a profesores, unos abusivos, otros realmente educadores, era suficiente para entender que la vida no es lo que uno se imaginaba. Si sumamos a esto los problemas familiares que puede tener un niño en donde hay padres ausentes, violencia, adicciones, abusos, entre otras muchas situaciones, entendemos que la niñez es tal vez ese primer círculo de la infelicidad al que por fortuna sobrevivimos (o creemos sobrevivir).

François Truffaut fue un niño que luchó por su felicidad y la encontró en las salas de cine parisinas de los años cuarenta. Pero para lograr esto tuvo que rebelarse, escaparse del colegio y desobedecer a sus padres. La felicidad fue entonces para él un fruto de la desobediencia. Y así lo ha sido para muchos. El mismo Bradbury no encontró mejor manera de formarse y de estudiar que una biblioteca pública; perfectamente pudo añadirse a las filas de trabajadores y reunir suficiente dinero hasta poder estudiar algo, pero no lo hizo, escogió su camino y le supo sacar provecho. Esa historia común de desobediencia une a este cineasta a y este escritor; esa historia es la que en el fondo quiere mostrar Bradbury con su novela y Truffaut con su película: algún día debemos revelarnos a la autoridad si queremos ser felices.

Sí, Fahrenheit 451 nos enseña el gran valor de los libros y la importancia que debemos darle en cualquier cultura y en cualquier sociedad, pero, sobre todo, nos enseña que no debemos acostumbrarnos a que se nos prohíban las cosas y que la inconformidad, la duda y la rebelión son importantes para defender nuestra felicidad. Estas son razones suficientes para que esta novela sea memorizada para defenderla de un futuro del cual no podemos conocer aún sus intenciones.

Es irónico que debamos proponernos, ahora, rescatar un libro cuya razón de ser es precisamente rescatar libros, pero ese es el oficio del lector y en ese oficio vemos que cada nueva página, cada palabra o frase fascinantes, nos permite hacernos esa pregunta inacabable, la pregunta que Clarisse le hace Montag para sumirlo de ahí en adelante en su desesperante verdad al darse cuenta de aquello que le falta:

«¿Es usted feliz?».

Imagen tomada de Amazon

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