Truffaut 451 (la suma de todos los golpes)


Cuando empezamos a ver una sucesión de antenas de televisión en varios filtros de colores, en constante zoom-in, para luego ver a unos hombres saltar a la plataforma de un camión rojo con una silla en lo que parece un brazo hidráulico y escuchamos las notas frenéticas del mítico compositor Bernard Herrman, en lo último que pensamos es en el “futuro”. Y cuando digo “pensamos” lo digo por nosotros quienes ya vamos agotando los primeros quince años de este nuevo siglo y que somos testigos de avance tras avance científico y tecnológico en casi todos los campos del conocimiento.

Las escenas que describo corresponden al inicio de la película Fahrenheit 451, dirigida por uno de los genios del cine del siglo XX: François Truffaut. Su trabajo, junto al de los demás integrantes de la llamada Nouvelle vague (Nueva ola) marcó un antes y un después en la manera de concebir e interpretar el cine alrededor del mundo. Su estreno como director fue Les quatre cents coups (Los cuatrocientos golpes), en 1959, un tributo a su propia niñez desencajada a causa de un hogar y una escuela incomprensivos a través de la figura del pequeño Antoine Doinel; con su opera prima Truffaut gana el premio al mejor director en la versión de aquel año del prestigioso Festival de Cannes.

A partir de ese momento Truffaut y los demás cineastas de la dan un vuelco tremendo a la manera de hacer y de ver el cine en Europa. El tono documental, la cámara en mano, la libertad en la interpretación de los actores que improvisaban buena parte de sus parlamentos, la utilización de planos inusuales, entre muchos otros elementos, empezaron a caracterizar este nuevo tipo de cine y, por supuesto, a influir en el trabajo de otros cineastas alrededor del mundo.

De manera que era cuestión de tiempo para que esta nueva forma de ver el cine llegara a los Estados Unidos. A principios de 1962, en uno de los viajes que hace Truffaut a ese país con motivo de una investigación que estaba llevando a cabo para publicar un libro sobre el cine de Hitchcock, se entrevista con Ray Bradbury y le manifiesta su interés por llevar al cine Fahrenheit 451, obtiene los derechos de la obra por cuarenta mil dólares. Desde entonces Truffaut empieza a trabajar en varios guiones de la película mientras se resolvían otros asuntos para llevar a cabo la producción, pero pasa el tiempo y no se inician las grabaciones. El año siguiente un productor estadounidense compra a Truffaut por sesenta y cuatro mil dólares los derechos de la película con el acuerdo de que ningún otro director podría llevar a cabo el filme.

Así inicia lo que debió parecer una gran aventura para Truffaut, quien ya había manifestado su interés por hacer una película que hablara sobre libros, pero la aventura no llegó a concretarse hasta 1966, año en que finalmente se graba, se edita y se estrena la película. Y es posible que entendamos perfectamente por qué Truffaut quería hacer esta película en la que, a grandes rasgos, reposan muchas de las ideas que expone en buena parte de sus producciones: la rebelión ante la autoridad, la libertad, la búsqueda de la felicidad; de hecho, no resulta alocado ver como caras de una misma moneda al pequeño Antoine y al bombero Montag, quienes crecen como personajes al rebelarse ante sus respectivas figuras de autoridad.

Pero hay algo que Truffaut no pudo igualar ni superar, algo que no hacía parte de su lenguaje: la noción del futuro; aquella noción tan natural para Bradbury que con apenas unas pocas maravillosas palabras nos hace entender que aquello que nos describe no hace parte de nuestro tiempo. Ciertamente es la película que más ha envejecido de toda la producción de Truffaut; sin embargo, el argumento de Fahrenheit 451 le dio pie para hacer aquella película que tanto deseaba, y, en los momentos en que se nota su intervención fina de gran director, somos testigos de cómo pequeños detalles tremendamente simbólicos se juntan para construir en el final de la cinta un hermoso homenaje a los libros y a sus lectores.

Imagen tomada de BFI

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