Estar de pie: una breve historia sobre la identidad amenazada

Violencia machista, brutalidad policial, racismo, restricción de libertades individuales, persecución a la diversidad, inequidad; todo hace parte del coctel que día a día se nos sirve en este mundo, ahora en pandemia. Una breve historia en un pódcast lo retrata todo, todo, a una sola voz.


Días atrás escuché el episodio de un pódcast que me estremeció pues condensa a la perfección lo que significa enfrentarse al racismo y al machismo, dos temas que han colmado titulares en el mundo y en Colombia estas últimas semanas, si dejamos a un lado todo lo relacionado con la pandemia.

Era un episodio especial de Invisibilia, un pódcast de NPR (la radio pública estadounidense) producido y presentado por Alix Spiegel y Hannah Rosin. El episodio, publicado el 14 de junio del 2018, era una sesión en vivo en la que se aliaron con un grupo de narración de historias llamado Story District. Para ello recibieron varias historias de las cuales tres fueron elegidas para ser narradas en vivo esa noche. Fue la tercera la que me impactó.

Entre tanto, allá afuera, en este mundo en pandemia, seis militares violaron a una niña embera de 13 años en Risaralda. Ocho mujeres denunciaron por acoso y abuso sexual al cineasta Ciro Guerra. Entre el 25 de marzo y el 1 de junio del 2020 se registraron 42 feminicidios en Colombia. También están los asesinatos de índole racial en Estados Unidos, los abusos de autoridad en las masivas protestas contra el racismo y la brutalidad policial que llevó a la muerte a Ánderson Arboleda en el Cauca, supuestamente por hacer cumplir una cuarentena que existe solo en el papel.

Ese es el escenario en el que hoy nos debatimos: donde la diversidad y las libertades siguen en jaque, donde la violencia machista y la violencia policial, el racismo y los feminicidios están a la orden del día en todas partes. Ese es el núcleo de esta historia que narran en el episodio de Invisibilia, y cuya transcripción traduje para compartirla con ustedes.

Por favor, lean sentados.

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Morgan Givens: Tengo 25 años, estoy sentado en la oficina de mi doctor, tratando de ignorar el hecho de que la única cosa que me separa de mi transición de mujer a hombre es este doctor que me mira inexpresivamente, un hombre cuya apariencia desaliñada y cuyas gafas rotas de montura delgada casi lo hacen ver como la versión muggle adulta de Harry Potter. Sin embargo, él sí fue mágico para mí porque me garabateó una prescripción rápida de testosterona. 

Tomé mi primera dosis esa misma noche. Y cuando antes, cuando antes yo había sido aplastado entre las expectativas sociales de mi feminidad, esta era mi oportunidad de salir de la jaula, de convertirme en mí mismo, de volverme un poquito más libre. 

Al cabo de unos días de haber tomado mi primera dosis, me descubrí corriendo para contestar el teléfono solo para poder decir —con voz grave— “aló”. Practiqué decir “aló” repetidamente. Dije “aló” tantas veces que mi madre gritaba escaleras abajo: “¡Morgan Dion Givens, si dice la palabra ‘aló’ una vez más…!”

Fuerza fue lo siguiente que surgió en mi vida. No había nada que no me la pasara levantando por encima de mi cabeza o hacia mis hombros, solo porque podía. Una caneca de basura industrial completamente llena: la levantaba. Mi escritorio de roble: lo levantaba. ¿Mi mamá?: ¡la levantaba también!, la lanzaba como un bulto de papa sobre mi hombro, mientras ella me gritaba: “¡Morgan, si no baja mi culo negro al piso…! ¡Qué demonios le pasa!”.

Y no era solo la profundización de mi voz o mi fuerza floreciente. Oh, no, muchas otras cosas estaban pasando. Como que hablaba y la gente de repente escuchaba lo que yo tenía para decir. Los días de pelear a capa y espada para que cada comentario o sugerencia que hiciera fueran escuchados eran ahora pocos y distanciados entre sí.

Y las mujeres, ¡uy!, las mujeres me empezaron a llamar a la casa, cayéndome porque yo sí sabía cómo hablarles tierno y lindo: “oye, Jasmine, linda, tú sabes que eres la única con la que hablo…”. Mi mamá me rapó el teléfono de la mano y: “¡Ah!, ¿así que les vas a mentir, eh? Yo no te crie de esa manera, Morgan Dion. Tratar a las mujeres de esta manera no te hace hombre”. Y tal vez mamá tenía razón. Está bien, mamá tenía razón.

Pero hubo esta noche, cuando estaba saliendo de mi trabajo en Target luego de un turno nocturno. Caminé entre la oscuridad del parqueadero, solo. Y no tenía las llaves en mi mano en caso de que un hombre me atacara. No estaba mirando por encima de mi hombro en caso de que un tipo saltara desde los arbustos. ¡No!, caminé en ese parqueadero completamente ajeno al miedo.

¿Alguna vez han visto a un adulto dar saltitos? Porque eso fue lo que hice. Apenas me di cuenta de que no tenía que preocuparme por algún hombrecito ingenuo metiéndose conmigo, di saltitos directamente hacia mi carro, borracho de saber y de creer que ahora podía hacer y ser lo que quisiera. 

Así que manejaba a casa esa noche, hacia la casa de mi abuela en Carolina del Norte, donde empecé a vivir poco tiempo después de haber hecho mi transición. Ella vive en un apartamento de cuatro mil pies cuadrados, en uno de esos barrios adinerados y somnolientos. Ocultos bajo dos millas de calzadas y tras árboles de magnolias en flor. 

Llegué a mi casa a las 4:30 de la madrugada. Y lo sentí antes de verlo, el rápido destello de luces azules y rojas, el silencio de la sirena en el aire previo al alba, mi corazón martilleando en mi pecho porque alguna vez tuve roces pero con otro tipo de hombres. Hombres que me manoseaban, hombres que pensaban que estaba bien introducir cosas en mis tragos. Hombres que se aparecían en mi casa, sin avisar, exigiendo que los dejara entrar, perturbando la santa paz de mi propio hogar.

Pero esto, esto era completamente nuevo para mí. 

Este comisario del sheriff local caminó hacia mí, la luz de la linterna en mi cara, justo cuando me estaba bajando del carro.

—Chico, ¿qué estás haciendo aquí?

—Señor, yo…, yo solo regreso de mi trabajo a casa.

—Bien, eso no responde mi pregunta y no me dice qué hace usted acá.

—Señor…, yo vivo acá.

—¿Usted vive… acá? Pues, hemos tenido varios carros saqueados últimamente.

“¡Hombre, no mienta!”, es lo que hubiera querido decir, porque en barrios como este las buenas noticias viajan lánguidamente sobre la brisa del verano, pero las malas… Solo que no estaba del todo seguro de cómo eso saldría para mí. Así que no dije nada.

—¿Por qué mejor no pone las manos sobre el techo del vehículo?

—¿Por qué?

—Porque usted coincide con una descripción… Y porque yo… digo.

—¿Y qué descripción es esa, ah? ¿“Hombre negro trabajando”?

—Dese la vuelta.

No me avergüenza admitir que estuve a punto de llamar a mi abuela, a punto de gritar lo suficiente para despertar a los perros y las casas vecinas, lanzándolos a un frenesí de ladridos.

Pero me avergüenza admitir que, a medida que mis ojos se deslizaban abajo, hacia su cadera, hacia la pistola que allí descansaba, me atraganté en mi propio orgullo y mi rabia. Y no dije nada. 

Porque ¿qué podía hacer mi abuela?, ¿salir intempestivamente por la puerta delantera de la casa, encontrarse a ella misma enfrentada al cañón de un arma y terminar potencialmente herida o muerta también? Me quedé en silencio.

Cuando no encontró nada, tuvo que dejarme ir. Pero yo simplemente no podía vislumbrar cómo en este país, supuestamente post-racial, este dizque defensor de mis libertades podía tratarme como si nunca me hubieran emancipado. 

Y no pude, no pude asimilar que luego de mi transición sería enjaulado de nuevo al coincidir con la descripción estadounidense de un hombre negro… Un hombre negro, hombres negros. 

Ellos hacen tan difícil para nosotros estar de pie.

* * *

Aquí pueden escuchar el episodio del pódcast. La historia de Givens va del minuto 26 al 35.


Fotografía: Marco Allasio en Pexels

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