«¿Cómo llego a una biblioteca en Bogotá?», una pregunta que pocos se hacen.
Hace poco más de una semana El Espectador publicó un artículo titulado
¿Hacia dónde van las bibliotecas? Me
interesó el contenido del artículo no solo porque me encanta la lectura, y soy
usuario de biblioteca, sino porque trabajo en una y, además, mi trabajo es precisamente
atraer a la gente a la lectura, a la escritura y al aprovechamiento de estos
espacios.
La señorita Angélica María Cuevas (que asumo debe ser una pasante, al redactar
un artículo tan ingenuo) cita a profesores de la Universidad de Granada en
España, quienes afirman que «estos templos del conocimiento (las bibliotecas)
deberían convertirse en puntos de encuentro para que las comunidades no sólo
saquen libros y usen internet, sino que además aprendan cómo se abre una cuenta
bancaria o se inicia un negocio, discutan los problemas de su barrio o del
país, o tomen clases de poesía, teatro o cine». ¡Y qué maravilla! Entiendo que
la señorita pasante haya quedado deslumbrada con tan innovadoras ideas para lo
que conocemos como bibliotecas. Y mayor entusiasmo me daba la cita sabiendo que
la biblioteca en la que trabajo precisamente ofrece todas estas cosas
enumeradas por los cultísimos amigos españoles. Pero cometí el error de seguir
leyendo (ya les dije, me encanta la lectura) y la señorita Cuevas siguió
sacando de su manga ejemplos y más ejemplos de situaciones en las que las
bibliotecas se han visto en la obligación de cambiar lo que le ofrecen a la
comunidad, pero en ningún momento mencionó a las bibliotecas públicas de
Bogotá. Ahí terminó mi lectura y empezaron mis ganas de escribir esto que ustedes
leen ahora.
Los bogotanos bien sabemos que Enrique Peñalosa tuvo esta visión de
llevar las bibliotecas a los lugares más necesitados de la ciudad, conformar
una red de centros de conocimiento, cultura y entretenimiento que no le cerrara
las puertas a nadie y que permitiera que la ciudad empezara a cambiar. Entre
1998 y el 2001 se hizo posible arrancar el proyecto y desde ese entonces lo
conocemos como BibloRed (y digo «lo conocemos» casi como un recurso retórico
nada más). Esta red de bibliotecas públicas la conforman veinte bibliotecas y
un bibliobús que hacen lo posible por cubrir las necesidades de cada localidad
de nuestra ciudad. Fácilmente reconocemos a algunas que han pasado a ser íconos
de la ciudad como la Biblioteca Pública Virgilio Barco, otra de las visiones
arquitectónicas del maestro Rogelio Salmona, la Biblioteca Pública El Tintal,
que resaltaba tan blanca en ese espacio tan gris de la ciudad (ahora es la
biblioteca la que también está gris), la Biblioteca Pública Parque El Tunal,
con esa maravillosa sala de lectura de tres pisos, y la Biblioteca Pública
Julio Mario Santo Domingo, a veces opacada por el impresionante Teatro Mayor con
el que comparte espacio y así conforman uno de los centros culturales más
grandes de Latinoamérica; pero son veinte, señores, veinte bibliotecas, algunas
mucho más pequeñas y con colecciones de libros también muy pequeñas; pero ahí
están al servicio de la ciudad.
Ahora volvamos al tema. Estas bibliotecas albergan colecciones de
libros con títulos muy interesantes, actualizados y a los cuales muchos
estudiantes y lectores pueden sacarle provecho; sin embargo, las colecciones de
libros no son el fuerte de estas bibliotecas, como sí lo puede ser el de
bibliotecas privadas como la Luis Ángel Arango en la que casi se puede
conseguir cualquier cosa (y bueno… hago énfasis en el casi). BibloRed basa más
de la mitad de su gestión y sus esfuerzos en el ofrecimiento de espacios de
encuentro para la comunidad: programas, talleres, charlas, tertulias, clubes de
lectura, en fin; esos son los verdaderos órganos activos de estas bibliotecas,
pero, por lo visto, la señorita María Angélica Cuevas formuló mal la pregunta en
su artículo, no se trata de «¿hacia dónde van las bibliotecas?» sino de «¿cómo
llego a una biblioteca en Bogotá?», porque el recorrido nacional de ejemplos
solo le alcanzó para mencionar la Red de Bibliotecas de Medellín, proyecto que
también hay que aplaudir pero sin desconocer la gestión local, la de la ciudad
en la que estás publicando, sobre todo.
Esa pregunta pocos se la hacen, las bibliotecas están ahí, algunas
hace doce años y hay bogotanos que jamás habrán visitado alguna. En el exterior
admiran el hecho de que existan bibliotecas inmersas en la comunidad, al
alcance de todos. En julio del año pasado el reportero Michael Kimmelman, del
New York Times, redactó un artículo titulado Past Its Golden Moment, Bogotá Clings to Hope (Pasado su momento de gloria, Bogotá se aferra a la esperanza), en
él describe diferentes centros culturales de la ciudad que están quedando en el
olvido, pero resalta que se trata de lugares maravillosos, mágicos casi, y su
envidia se ve opacada por el asombro de verlos como lugares desconocidos por
los mismos habitantes de la ciudad. Y es que el pasto siempre está más verde en
el patio del vecino, seguimos dándole más y más valor a todo lo que se hace
afuera y lo que tenemos a la vuelta de la esquina no vale nada solamente porque
está a la vuelta de la esquina.
Hablando sobre esto, un compañero de trabajo achacaba la falta de
reconocimiento de estos espacios por un «bloqueo
mediático a todo lo que le pertenece al Distrito y a la gestión del alcalde Petro»
y no puedo pensar en otra cosa que aquellos quienes achacan el fracaso de la
revolución cubana al bloqueo norteamericano (risas pregrabadas). Si esto es así,
el desconocimiento de estos espacios sería total y jamás saldría una sola nota
que anuncie o reconozca el trabajo que hacen las bibliotecas en nuestra ciudad.
En enero de este año Noticias Caracol publicó una nota titulada Abuelitos formaron su propio club en bibliotecas de Bogotá; si la ven, les advierto que esta nota no refleja ni
una tercera parte de lo que realmente se hace en ese espacio que las
bibliotecas promueven como el Club de
personas mayores, un programa semanal de encuentro y tertulia alrededor de
la lectura y la escritura. Como este hay más programas ofrecidos a la
comunidad, los Cafés Literarios que
rescatan esa vieja tradición de reunirse en a tomar un café y discutir con
amigos sobre literatura, o Literatura y
las artes, un espacio para
jóvenes que les permite explorar las conexiones entre distintas manifestaciones
artísticas y la literatura solamente por el gusto de hacerlo, no porque debo
hacer una tarea o porque existe un convenio entre la biblioteca y un colegio, o
también se programan encuentros con autores y artistas de todo tipo para que la
comunidad conozca las particularidades de sus oficios (también muchas veces
poco reconocidos). Y estos solo son ejemplos en cuanto a actividades literarias,
porque en las bibliotecas también se hacen cine-foros, talleres audiovisuales,
espacios de apreciación a las artes, o se capacita a los ciudadanos con charlas
de interés a la comunidad y con programas como Ciudadano en línea en donde se
explica cómo hacer trámites en Internet que resultan de utilidad para
cualquier persona, y ni hablar de las actividades culturales para el público
infantil que van mucho más allá de conciertos didácticos y talleres de
plastilina.
Los medios muestran estas cosas (no tanto como se quisiera ni con la
puntualidad que se esperara) pero olvidémonos por un momento de lo que nos
recomiendan o no los medios y preocupémonos por descubrir y reconocer estos
espacios de nuestra ciudad nosotros mismos; lo que realmente nos hace falta es
hacernos esa sencilla pregunta «¿cómo llego a una biblioteca en Bogotá?». A la
señorita Cuevas, de El Espectador, le recomiendo hacerse esa pregunta y le
recomiendo dos libros: uno de fotografía muy bonito que se llama Bogotá: la ciudad de las bibliotecas, de
Alberto Escovar Wilson-White, y otro que relata brevemente la historia de la
Red Capital de Bibliotecas Públicas titulado BibloRed: innovadora red de bibliotecas, de María Cristina
Caballero, así no tiene que buscar tan lejos el material para llenar sus
artículos, si su preocupación por la lectura y el uso de las bibliotecas en
nuestro país es genuino.
A ustedes también los invito a hacerse esa pregunta, me la pueden
hacer a mí, incluso; les responderé con gusto y, de paso, tal vez un día nos
encontremos allá, en la biblioteca.
Fotografías tomadas de:
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