Viaje al país de la desidia II
La quietud
Maracaibo es una oda al amarillo, al polvo y a la
quietud. Sin embargo, su cielo suele ser una inmensa cúpula azul sin mancha.
Apenas unos cuantos jirones de nubes ligeras, que parecen rezagos de un mar
cercano, decoran las esquinas del horizonte. No hay aves a la vista, pero hay
pares de zapatos colgando, guindando dicen, de los cables eléctricos y pienso
que son las aves de este paisaje que te ciega por tanta luz y calor, dos
botines negros que ya no aletean allí, pendientes de esos hilos también negros
que atraviesan toda la ciudad y encienden su único motor: los aires
acondicionados, la paz de ese infierno, la última esperanza que le queda para
seguir llamándose ciudad y no desierto.
Maracaibo es un gran puerto, un lugar clave en la
geografía de toda la región y un lugar con historias fascinantes de piratas,
túneles subterráneos, islas para condenados en vida por la lepra, animales
míticos, tambores de ensueño, fascinante mezcla de razas y música ancestral.
Maracaibo es un lugar dueño del embrujo del sol y el reflejo del agua, con la superstición
a flor de piel. El gigantesco lago y el puente que decora su cuello más como un
grillete que como un collar, son elementos majestuosos para cualquier
paisajista. El alba y el ocaso pueden confundirse, pues son exactamente
iguales, no hay montaña que circunde esa gran cuenca de tierra naranja y domada
por las ventiscas.
Así es como me gusta ver y recordar a Maracaibo, y más
o menos así la pueden ver en una cuenta de
Instagram en la que Yesika Urdaneta suele publicar paisajes marabinos (también
de otros lugares de Venezuela) que enfocan hacia espacios fuera del lugar común
de la ciudad.
Los días que estuve en Maracaibo parecieran fáciles de
contar porque no fue mucho lo que pudimos hacer mi esposa y yo, pero, visto a
profundidad, ese simple hecho lleva a contar sobre otras tantas cosas como los
efectos de la quietud.
Por mucho tiempo creí que la quietud de Maracaibo era
ilusoria, que la ciudad se mueve a su manera y que los días van arrastrándose a
sí mismos como queriendo sobrevivir al inclemente sol. Fui testigo, en su
momento, de una ciudad cuyos hilos internos se mueven con la misma profusión de
las grandes ciudades, que el engranaje de la idea de ciudad no le era ajeno y
que en Maracaibo bien se podía vivir y trabajar. Eso fue más de tres años atrás
cuando vivía, estudiaba y trabajaba en esa ciudad. Ahora que he regresado y la
he vuelto a mirar con cierta distancia pero con el ánimo de hacer un juicio más
o menos justo, he confirmado cosas que temía y me he podido sorprender con
otras que pocos auguraban, ni siquiera en los presagios más pesimistas.
La quietud de Maracaibo ya no se corresponde con
aquella que recordaba, una quietud más relacionada con la pereza y la constante
intención de evitar a toda costa el sol y el calor, la tradición de sentarse en
el frente de las casas a jugar dominó, tomarse una cerveza o simplemente
charlar a gritos, gritos felices y amistosos, propios de todo buen maracucho; ahora la quietud de la ciudad
era producto del miedo. Las calles ya no se pueden transitar como antes, mucho
menos cuando la amenaza del sol ya ha depuesto su tarea y ha dado paso a la ya no tan agradecida
presencia de la noche.
Los índices de inseguridad en Venezuela son tan
elevados y tan conocidos por todos que me ahorraré las referencias concretas al
respecto. Pero ver que las calles de Maracaibo estaban casi desocupadas a las
seis de la tarde es lo último con lo que esperaba encontrarme.
La vida nocturna en Maracaibo a veces parecía la vida
de la ciudad en sí misma. Salir a comer en algún puesto de comida rápida
ubicado en cualquier calle y en cualquier esquina, visitar los centros
comerciales, ir a bares y restaurantes, visitar a amigos y familiares, incluso,
asistir a conciertos corales, obras de teatro o clubes de cine en museos
ubicados en el centro de la ciudad. Todo esto se vivía con mucha intensidad en Maracaibo
hace unos años. Las calles se abarrotaban de carros y la actividad parecía en
cada barrio mucho más fructífera en las horas de la noche. Pero en el primer
recorrido que hicimos en carro después de las seis de la tarde durante nuestra
visita me produjo tal extrañeza que aún me cuesta explicarlo. Las calles no
eran las mismas, los carros transitaban sin ninguna congestión y en cada cuadra
era posible ver los locales cerrados, los porches de las casas solos y ningún
puesto de comida callejera a la vista.
Luego vino la advertencia de quienes estaban con
nosotros al pasar por un sector de la ciudad: “esta parte se ha vuelto zona
roja. Si te paras mucho tiempo en el semáforo en cualquier momento te tocan la
ventana”. Y no es precisamente con los nudillos sino con la cacha de una
pistola; entonces debes bajar el vidrio y entregar lo que tengas. “Por eso es
mejor que mientras vayamos en el carro no prendan los celulares, aquí ya no se
puede ver ni la lucecita de los celulares”, y el mío se hizo entonces gigante
en el bolsillo del pantalón, incomodándome durante todo el recorrido. La idea de poder tomar algunas fotos sobre lo que
veía y que valdría la pena mostrar al regresar de este viaje se arruinó por
completo; creía plenamente en esas palabras de advertencia.
No salíamos. Durante el día no salíamos a
absolutamente ninguna parte. Debíamos esperar a que llegaran por nosotros, como
niños que esperan a que sus padres vuelvan del trabajo, para que pudiéramos ir
de forma más segura a comer algo, a hacer una compra o una visita a familiares y
amigos.
Aproveché ese tiempo de encierro y quietud para
entregarme a la lectura y en ciertos momentos prender el televisor y ver
algunos canales nacionales, especialmente los del gobierno.
El que más llamó mi atención fue el canal de las FANB
(Fuerzas Armadas Nacionales Bolivarianas), TV FANB. Llamó mi atención por el
presentador del programa, un militar de alto rango por supuesto, quien iniciaba
la emisión sentado a un escritorio revisando periódicos, papeles y libros con
fingidos ademanes de naturalidad, muy típicos por cierto en toda la televisión
venezolana. El programa versaba sobre la historia de un importante buque de la
Flota Naval. Pero no me interesó lo que decía sino cómo lo decía, el acento,
cadencia y verbigracia del fallecido Hugo Chávez resplandecían en cada
expresión del presentador.
Era asombroso y a la vez enfermizo porque recordé que
años atrás eran los más cercanos seguidores políticos de Chávez (hoy en las
altas esferas del poder venezolano) quienes habían optado por imitar a su líder
en cada gesto y en cada frase. Ahora era posible ver que cualquier seguidor del
gobierno, hasta un ciudadano de a pie, era capaz de hablar de una forma
asombrosamente parecida a su comandante.
El resto de canales se dividía entre la transmisión de
insoportables programas de variedades y más canales entregados por entero a hacer
propaganda al gobierno desde diferentes frentes.
La televisión venezolana se debate entre la búsqueda
para soportar el día a día a través de la vanalidad y la lucha a ciegas por una causa
revolucionaria.
En las numerosas visitas familiares que hicimos a la casa
de la abuela de mi esposa era posible ver otros síntomas de la quietud que se
ha tomado a Maracaibo: primos de mi esposa que no estaban asistiendo a clases
en su universidad porque o estaban en paro o había desmanes. Entonces me enteré
de cómo una de las universidades privadas de Maracaibo, que goza de cierto
prestigio, llevaba varias semanas sitiada por grupos de
revoltosos adeptos al gobierno buscando ejercer presión para que
el rector (un opositor) renunciara a la universidad. Por otra parte, la
universidad pública en la que yo estudié y me gradué, La Universidad del Zulia
(LUZ), permanecía en paro intermitente con fuertes
disturbios y con constantes denuncias
de inseguridad por hurtos tanto a estudiantes como a las instalaciones.
Era claro que la ciudad no era la misma. Estaba
sitiada por el miedo y una desazón constantes.
El par de veces que pudimos salir en horas de la
mañana fue contratando a un taxista de confianza de la familia. El señor
conocía a mi esposa desde que era una pequeña niña, así que el encuentro fue
tremendamente emotivo para ambos. Yo, desde el asiento trasero del vehículo,
escuché una de las frases que más me conmovió durante nuestros pocos días en
Maracaibo. Mi esposa le preguntó cómo estaba todo y él, luego de suspirar
hondamente, la miró sonriente y dijo “ustedes ya lo deben haber oído bastante,
para qué hablar de cosas que nos ponen tristes, mejor sigamos para adelante”.
Era tal vez la primera vez que escuchaba a un venezolano referirse a la
situación del país con profunda y sincera tristeza pero sin que se le
desdibujara la sonrisa de la cara, de los ojos, de las canas y de las manos con
las que conducía para ganarse la vida.
¿Quién quiere hablar de cosas que nos ponen tristes?,
tal vez solo aquellos que no vivimos verdaderas tristezas.
Antes de cruzar la frontera escuché a otra persona
referirse a toda esta situación como algo verdaderamente triste. Una señora
cucuteña amiga de mi familia, dueña de un restaurante al que le va muy bien y
que me di el gusto de visitar la noche antes de seguir nuestro paso hacia
Venezuela. Me dijo que estaba muy triste por los venezolanos, pero
inmediatamente supe que estaba muy triste por ella porque dijo que ya no
recibía clientes venezolanos como en otros años e insistió en que los clientes
venezolanos son los mejores que se pueda tener. Un sentimiento común para
cualquier comerciante cucuteño, imagino.
Pero hay una gran reflexión que se desprende de esa tristeza
de la que el venezolano prefiere no hablar y de esa nostalgia por el buen
cliente venezolano que perdieron los cucuteños, una reflexión que permite dar algún
sentido a las recientes tribulaciones del país hermano.
El venezolano siempre ha perseguido eso que llaman
“buena vida”, el lujo y el derroche. Son remanentes, seguramente, de los años
de prosperidad petrolera, de la facilidad para viajar a otros países y gastarse
fortunas enteras, de tener lo mejor de lo último en cualquier tecnología, de
enrostrar la riqueza y hasta el más pequeño de los triunfos a todo el que se
cruce en su camino; el venezolano es así y no hay revolución que lo cambie, no
hay gobierno ni catástrofe natural capaces de derrumbar ese superyó
materialista del venezolano. Allí radica el fracaso de estos quince
años, así se resume ―con toda la generalización y toda la injusticia posibles―
el gran mal del venezolano, el buen cliente, el derrochador del Caribe, el
orgulloso hijo del petróleo.
En mayor y menor medida a todo venezolano se le puede
diagnosticar esta condición sin cura, esta desidia oculta, casi cancerígena,
que ciega a toda una nación hacia la inercia de la hecatombe, con la
negligencia hechos padre, hijo y espíritu santo, cada mañana, cada noche y cada
día: no hablemos de cosas tristes, miremos hacia adelante y sigámonos riendo
mientras nos queden fuerzas, es mejor que sufrir, es mejor que reconocer la
debacle, es mejor que cualquier cosa. Bendita ignorancia, madre del nuevo país
de la desidia, con sus consulados bien puestos en cada país latinoamericano,
bendita y bendecida por su hermana la frivolidad, la robusta vieja y solapada
que ata de manos y pies a todo aquel a quien su magra hermana ciega. Esos son
los invisibles males de Venezuela, males que hasta en la búsqueda de soluciones se le atraviesan.
Pocos días estuve de regreso en Venezuela después de
vivir allí tantos años y en ese breve tiempo vi ejemplos de frivolidad hasta en
las cosas más pequeñas. Como en San Cristóbal, mientras hacíamos una fila para
esperar un taxi a la entrada del centro comercial. Una mujer que iba delante de
nosotros no quiso seguir avanzando porque llovía y por un costado de donde
estábamos se colaban unas pocas gotas de lluvia y se le iba a dañar el alisado del pelo. Nos
dijo con todo orgullo que, si queríamos, siguiéramos pero que bien sabíamos que
ella iba delante de nosotros. Quise patearla, lo juro. Quise enfrentarla y
decirle que no fuera ridícula, que esos seis metros cuadrados que ocupábamos en
ese momento no le pertenecían, que respetara a los demás que estábamos en la
fila y se dignara a moverse a donde le correspondía, pero yo ya sabía que era
un asunto perdido y que para ella gastarse un mes de sueldo en una peluquería
para perderlo por culpa de un turista imbécil era algo que sencillamente no iba
a suceder.
Ya en Maracaibo vería uno de los mayores ejemplos de desidia al ver las filas, colas les dicen, de cientos de personas
detrás de los supermercados esperando su turno para comprar productos con
precios regulados por el gobierno (a Dios gracias) para luego salir con las
bolsas rebosantes, orgullosos, de manera tal que quien no tiene tiempo para gastar
todo el día dedicado a una fila de un supermercado (porque trabaja a tiempo
completo) los vea y les ofrezca cinco, diez, quince, veinte veces más de lo que
cuesta alguno de esos productos que hace días no logra llevar a su casa. Entonces,
el que hizo la cola todo el día hizo ya su trabajo, ya lleva suficiente dinero
para todos sus gastos y para esperar el siguiente cliente camino a casa o el
siguiente día que le corresponda ir al trabajo a hacer una cola en un
supermercado. A estos profesionales
de la inflación, estos conocedores de la mina de oro en que se
convierten los productos revendidos, se les conoce en todo el país como
“bachaqueros”, en alusión a la Atta laevigata, hormiga cortadora de nuestra
región, hermana de las colombianas hormigas culonas, que en Venezuela llaman
bachaco y es considerada una plaga.
Quien hable con cualquier venezolano en estos días no
sabrá contarles otra cosa, cómo debe ingeniárselas para conseguir alimento,
productos del hogar y de aseo personal, revendidos o incluso en intercambio por
otra cosa que no se consiga fácilmente, como las medicinas.
De eso oí hablar en cada visita que hicimos. A veces,
en alguna de esas conversaciones durante esas noches, una llamada a un celular
interrumpía para informar en qué lugar alguien había encontrado leche o
desodorantes, entonces la noticia se compartía con alivio a todo el resto de la
familia.
Frivolidad, hermana de la desidia, allí se me presentó
toda iluminada, satírica y sonriente y me dijo soy el mal de todos los males de
este país que visitas, Venezuela. Pero basta por ahora de cosas tristes; aún
quedan pocos días y un regreso por contar de esta breve travesía.
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