Viaje al país de la desidia I

La ida

Lo primero. La gente sabe que el bolívar es una moneda que ha pasado a no valer nada. Para nuestro viaje hicimos un cambio que pasó una y otra vez por las calculadoras de nuestros celulares para saber cuánto era necesario cambiar, cuánto podríamos necesitar en Venezuela. Cambiamos quinientos mil pesos, una cantidad que no alcanza a ser un salario mínimo en Colombia, una cantidad más que generosa para una semana, pero todo viaje es costoso aun teniendo la estadía asegurada. Nos pareció una cifra adecuada, pero nos preocupaba enormemente la cantidad de dinero en la que eso se convertía en moneda venezolana. Rondaba los cien mil bolívares (el salario mínimo venezolano se acerca a los siete mil) y sin embargo, tras preguntar mucho a conocidos en Venezuela, se nos aseguró que no era un monto exagerado si no queríamos pasar algún apuro por dinero.

Aquí debo ilustrar la incomodidad que significaba para mi esposa y para mí (para no mencionar el tremendo temor) llevar tanto dinero en efectivo durante nuestro viaje por tierra desde Cúcuta hasta Maracaibo: el billete de mayor denominación en Venezuela es el de cien bolívares y nos daban cien mil bolívares en efectivo. Ya pueden calcular la cantidad exagerada, grosera, intimidante, de billetes que debía buscar distribuir y transportar en nuestro muy moderado equipaje (una maleta pequeña para los dos y un par de morrales a la espalda). Al ver tal cantidad de dinero vinieron a mi mente todas las imágenes posibles de películas de mafia, documentales de narcotráfico, incautaciones de dinero, transacciones bancarias millonarias, entre otras que prefiero no mencionar para no herir susceptibilidades; eran demasiados billetes y aun así —luego lo supe— era tan poco dinero.

Pasada esta aventura monetaria tomamos rumbo hacia la frontera, hacia el Táchira boscoso, húmedo, de una flora extrañísima que confunde en las mismas montañas palmeras, matas de sábila y cactus junto con helechos y otras plantas y árboles destinados a tierra más fría. En San Cristóbal tomaríamos un bus expreso que nos llevaría durante la noche hasta Maracaibo.



En el terminal de Cúcuta la primera noticia que nos dieron fue que no había carros por puesto hacia San Cristóbal y mucho menos alguno que estuviera dispuesto a detenerse en ambos lados de la frontera a que mi esposa sellara su pasaporte con la salida de Colombia y la entrada a Venezuela. Nos ofrecieron un servicio de taxi que nos llevaría hasta San Cristóbal, haría las respectivas paradas y nos cobraría cincuenta mil pesos. Perfecto. Aunque, ya en camino, calculé cuánto eran esos cincuenta mil pesos en bolívares: ¡eran más de nueve mil! ¿Nos alcanzaría entonces el dinero que llevábamos durante toda nuestra estadía? No sabíamos si éramos turistas pobres o ricos, no teníamos certeza alguna de lo que podría venir más adelante. Era claro que las cosas no estaban igual a cuando hice ese mismo recorrido decenas de veces, cuando estudiaba en la universidad en Venezuela, entre seis y nueve años atrás.

En medio del trayecto, el taxista, oriundo de San Cristóbal por cierto, nos dice que debe hacer una pequeña parada. Se detiene junto a un pequeño quiosco de empanadas que atiende un hombre de edad avanzada ―digo atiende pero no había un alma en la carretera a pesar de que eran casi las nueve de la mañana, ninguno de los otros quioscos alrededor estaba abierto; ese hombre esperaba, no atendía, seguramente dedica sus días a esperar que alguien pase por ahí queriendo algo, que no necesariamente tiene que ser un café y unas empanadas―, son conocidos, charlan y el anciano desaparece detrás de una florida cortinilla. Mi esposa y yo decidimos aprovechar la parada para desayunar. 

Al regresar, el hombre lleva un par de botellas de gaseosa llenas de lo que claramente es gasolina. Se la entrega al taxista y le dice que mire bien pa’ bajo de la carretera, no va y sea que venga un guardia porái. 

Pido un par de empanadas para nosotros y un café negro grande (la palabra “tinto” no existe en estas tierras). Las empanadas nos sacaron sonrisas cómplices porque extrañábamos la sazón de las frituras venezolanas que suelen ser muy características, sobre todo por su manía de acompañarlas todas con una salsa tártara, rosada o simple mayonesa; pero el café era en realidad agua azucarada con esencia de café. 

Una vez el taxista vacía las botellas en el tanque pide un café y siguen charlando. Yo prefiero ignorar la conversación, ahora sé que no debí hacerlo. Ya listos para irnos pregunté cuánto debíamos, el hombre, lleno de arrugas, frotándose ambos brazos resignado, me dice “doscientos bolívares”.



El camino hacia San Cristóbal fue breve. Había muy pocos vehículos en la vía y solamente nos encontramos con una alcabala (bellísima palabra de origen árabe que para los venezolanos es cualquier control vial de alguna autoridad: policía, Guardia Nacional, Ejército, fiscales de tránsito; una palabra para ellos nada emparentada con la belleza), creo que era de la Guardia Nacional, le pidieron la cédula al taxista, le hicieron preguntas, oí la palabra gasolina entre otras cosas, a nosotros apenas nos miraron, el taxista dio varias explicaciones que sonaban claramente a disculpas y, luego de un silencio cómplice del guardia, nos dejaron seguir nuestro camino.



De San Cristóbal solo conozco dos sitios: el terminal de transporte terrestre y el Centro Comercial Sambil. Nunca he dormido en esa ciudad y creo que no está en mis planes hacerlo alguna vez, sin embargo, algo me decía que debía contemplar aquella posibilidad en esta ocasión ya que no sabía en qué situación se encontraba la oferta de transporte hacia ciudades como Maracaibo, si no lográbamos conseguir un pasaje para esa noche tendríamos que dormir en San Cristóbal. Afortunadamente no fue así, aunque en la primera taquilla de una línea de expresos a la que nos acercamos nos dijeron que ya no viajaban para Maracaibo. A nuestras espaldas preguntamos en otra línea y conseguimos pasajes para ese mismo día a las seis de la tarde (luego sabríamos la suerte que habíamos tenido). Cuatrocientos cincuenta bolívares costó cada pasaje, una tontería en pesos, pero recordé que hace menos de cuatro años ese mismo pasaje costaba cincuenta.

Nos fuimos al Sambil, único lugar en el que sabía que podríamos pasar el rato y almorzar algo antes de que fuera la hora del viaje. El taxi nos cobró doscientos cincuenta bolívares (ahora veo que una carrera de taxi, que no tomó más de diez minutos de trayecto costó casi la mitad de un pasaje en bus expreso a otra ciudad a casi quinientos kilómetros de distancia y ocho horas de viaje), ya empezaba a escasear el dinero que habíamos decidido llevar a mano y apenas habíamos hecho tres compras en bolívares. 

Una vez entramos al centro comercial mi esposa quiso ir a alguna librería. Allí hay dos de cadena nacional: Tecniciencias Libros y Librerías Nacho. Cuando nos acercamos a la vitrina de la Tecniciencias me empecé a burlar de que los libros recomendados fueran enteramente pequeños manuales breves de cocina y una que otra novedad política más dos novelas de María Dueñas, pero luego mi esposa me dijo que mirara hacia arriba, hacia las estanterías del fondo y no lo pude creer, estaban vacías, tan vacías que pensé que se estaban mudando, pero no lo estaban, tan vacías que me alejé dos pasos y preferí que siguiéramos de largo.

A pocos locales de ahí estaba la Librería Nacho. Su aspecto bien iluminado y menos desolado que la anterior nos invitó a entrar de inmediato. Pero el panorama no mejoraba en absoluto. Las estanterías estaban llenas pero de apariencia. Los libros estaban puestos con la portada hacia afuera para que ocuparan mejor el inminente vacío de las estanterías. Me llamó la atención que tuvieran una pequeña montaña de ejemplares de la Antología de Crónica Latinoamericana actual de Darío Jaramillo Agudelo presentada a los clientes como una gran novedad. Nos antojamos de un par de títulos de autores venezolanos pero no nos atrevimos a comprar, porque, aunque los precios iban desde los cuatrocientos, ochocientos, mil bolívares (títulos de Alfaguara mayormente) hasta los mil ochocientos y dos mil cuatrocientos (títulos de Tusquets), lo que se traduce en libros absurdamente baratos si lo convertimos a pesos, había algo descompuesto en todo ello, algo que no pertenecía al orden natural de las cosas y preferimos salir con las manos vacías.

Almorzar era todo un interrogante. Conocíamos buena parte de las franquicias de comida, pero nos preguntábamos cuál podría ser la más confiable, de dónde no saldríamos defraudados a pesar de gastar una paca de billetes y con el estómago suficientemente lleno para soportar el viaje de toda la noche. No había una buena forma de saber. Nos decidimos por un antiguo favorito que no daba mala pinta, un Burger King (verán, en Venezuela comer en estos sitios de comida rápida siempre será más económico que cualquier otra opción, más o menos como sucede en los Estados Unidos pero no de una forma tan exagerada. En Venezuela la comida casera es un lujo y así lo ha sido desde mucho tiempo antes que estos días de crisis). Mi esposa quiso probar suerte pidiendo una ensalada pero no había, así que tuvo que pedir un King de pollo como yo. Ya habíamos oído hablar de la escasez de papas fritas en estas cadenas, lo que las había obligado a ofrecer cosas como yucas o arepitas fritas, que resultaban, además, opciones mucho más económicas. Así que el combo fue con arepitas para ambos.

A pesar de ser la hora de almuerzo, un viernes de vacaciones, en el centro comercial más popular de la ciudad, en el lugar había exactamente diez clientes, con nosotros incluidos. Recibimos nuestra comida y todo se veía bastante normal. Las arepitas nos llenaban de curiosidad pero desde el primer mordisco nos quedaron enormes dudas sobre qué eran realmente esas pequeñas piedras de masa rancia, refritas y sin sabor alguno. Ya no había sorpresas cuando ataqué mi sándwich, el pan estaba evidentemente rancio y el pollo había sido freído con aceite reutilizado, no había duda. Pero comí sin dejar nada, ni siquiera pena, desazón, vergüenza, lástima, me comí todo porque sabía que así podrían ser nuestros próximos días. Había que acostumbrarse.



El resto de nuestra estadía en el centro comercial nos dio ejemplos de muchas más cosas fuera de lugar, era una especie de torcido juego de engaños, de mentira a voces, ver las estanterías de tiendas de zapatos donde solamente exhibían unos cuantos o el mismo modelo repetido, donde los ganchos en los que colgaban las camisas, si los mirabas de lado, dejaban ver que no había nada más que dos o tres al frente, tiendas de autoservicio en las que las estanterías estaban llenas pero de botellas de gaseosa de litro y medio porque es todo lo que tienen para ofrecer.

Y, a pesar de todo esto, las cosas parecían marchar en total normalidad, todos parecían conformes, diligentes, movidos por alguna rutina que ahora me pregunto si también es falsa como esos estantes y vitrinas. Vimos filas en cines para ver la única película que se anunciaba en cartelera, todas las demás vendrían “próximamente”, vimos filas sorprendentemente largas para entrar a los bancos y para usar los cajeros electrónicos, filas para comerse un helado en un siempre sobrevalorado McDonald’s, vimos mujeres con niños en brazos, muchachos disfrutando de las vacaciones con sus amigos riendo por los pasillos, vimos que nadie parecía darse cuenta de lo que pasaba o sencillamente lo habían aprendido a ignorar muy bien. Eso nos deprimió terriblemente. Para ese momento yo solo quería tomar el bus que nos llevara durmiendo hasta Maracaibo y estar lejos de todo eso.

Entonces, después de llevar varios minutos caminando en silencio, mi esposa dijo “lo peor es que estoy segura de que todo debe estar peor en Maracaibo”. Temí y supe que debía tener razón.



El viaje en la noche no tuvo mayores sobresaltos. La incomodidad y el intenso frío del aire acondicionado son escenarios esperados en este tipo de viajes e íbamos preparados. Pero a la mitad del camino ―en realidad no hay manera de que sepa dónde nos encontrábamos en ese momento― el bus hizo una parada y dos hombres se subieron. Inmediatamente me puse tenso. Está prohibido recoger pasajeros en medio de la carretera y son tantas las historias sobre atracos e inseguridad en esos viajes que habíamos escuchado que ya esperaba lo peor. Sin embargo, se ubicaron en las sillas contiguas a las nuestras y se apagaron las luces del bus para seguir andando. 

Aun así no podía estar tranquilo, los miraba de reojo cada par de minutos y entonces vi que uno de ellos contaba dinero, mucho dinero. El sonido de los dedos que se deslizaban sobre cada billete y la luz de la pantalla de un celular era todo lo que se percibía en ese bus de dos pisos. Me obligué a quedarme dormido, no quería saber nada de lo que sucedía en esas sillas a mi lado. Entonces, varios kilómetros adelante, volvió a abrirse la puerta del bus y dos soldados de la Guardia Nacional subieron. Pensé que harían el habitual chequeo de cédulas pero no fue así, buscaban puestos libres para viajar y ya no había. Uno de ellos recorrió el pasillo a mi lado y pude sentir que apestaba a anís. Estaban borrachos y quién sabe para dónde iban. Con el bus casi aún en movimiento, se volvió a abrir la puerta y así se fueron.



El bus se detuvo y se encendieron todas las luces. Abrieron la puerta y alguien anunció “Maracaibo”. 

En ese momento eres lo que queda de un zombie, no eres un ser autogobernado, y así te obligas a poner los pies en movimiento y descender la plataforma del bus y tocar tierra. Son casi las cuatro de la madrugada y el suelo todavía hierve, porque lo primero que sientes es ese olor característico de Maracaibo a latas y asfalto caliente, ese mismo olor que sentí trece años atrás cuando pisé por primera vez esas tierras, ese olor que me llevó a escribir una serie de tweets que luego publiqué como ¿Qué recuerdo de mi primer día en Maracaibo?.



Allí estaba nuevamente, en la llamada tierra del sol amada. Una cantera de bullicio y calor como pocos lugares en este planeta. Allí estaba y no sabía qué pensar, solo quería encontrar a quienes iban a buscarnos y poder dormir antes de que saliera el sol a abrasarnos, así, con S, lentamente, por los siguientes siete días.



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Continúa en Viaje al país de la desidia II

Comentarios

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  2. Es interesante ver una perspectiva distinta y ajena a la propia para descubrir zonas de nuestra realidad que no vemos, o hemos olvidado como ver. Algunas de las impresiones contenidas en el texto, de interés diría que histórico, como testimonio bien lúcido y bien redactado, son tan marcadamente unilaterales, que llegan a hacer doler por parecer casi injustas. Por ejemplo, lo de los libros en una de las librerías:

    "Nos antojamos de un par de títulos de autores venezolanos pero no nos atrevimos a comprar, porque, aunque los precios iban desde los cuatrocientos, ochocientos, mil bolívares (títulos de Alfaguara mayormente) hasta los mil ochocientos y dos mil cuatrocientos (títulos de Tusquets), lo que se traduce en LIBROS ABSURDAMENTE BARATOS si lo convertimos a pesos,..."

    Lo que choca del texto es sobre todo que libros a ESOS PRECIOS puedan ser concebidos como baratos. Un profesor, en el nivel más alto del escalafón de la educación superior venezolana, tiene que trabajar muchas horas para pagar hasta los libros de menos precio allí mencionados. Un profesor en esa categoría generalmente tiene un ingreso, hoy (23 de julio 2015) de 23 a 26 dólares por mes. Lo sé muy bien, porque ese es mi ingreso, tras treinta años como profesor en varias universidades. ¿Injusto? Yo creo que los que salimos absurdamente baratos somos los profesionales venezolanos. Ah, y por si acaso: ese ingreso no da para vivir, pero parece que sí da para morir con cierta dignidad.

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    1. Profesor, Vivanco. Agradezco sus comentarios y más aún haberse tomado el tiempo para leer este texto.

      Estoy relatando esto para justamente dar un panorama más íntimo de lo que se encuentra en Venezuela con tan solo cruzar la frontera y estar de paso unos pocos días (luego de haber vivido allá diez años). Entre eso las injusticias son marcadas y espero que en este testimonio venezolanos y extranjeros puedan hacerse a una idea de otros aspectos distintos a los que vemos a diario en las noticias.

      Este es un ejercicio que hago también para que personas en Bogotá puedan ver lo torcida, tergiversada, que puede ser una realidad frente a lo que se nos muestra. Palabras como "escasez", "corrupción", "inseguridad" (algunas de ellas que también plagan el glosario de problemas de los bogotanos), parecen perderse en sí mismas en esas noticias y quiero que se pueda ver su sentido bajo un mejor contexto, y de otras como "desidia" y "frivolidad" que son, a mi manera de ver, palabras enclavadas en la realidad del venezolano y que son raíz de la perduración de sus problemas.

      Admiro su posición ante estos textos porque sé que no es venezolano y de cierto modo eso confirma algunas de las ideas sobre la enajenación que vive el venezolano frente a su propia condición, que buscaré expresar más adelante en esta crónica.

      Saludos y un fuerte abrazo,

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